Bienaventuranza
El dolor y la consciencia trágica del saber hacen de la vida en la verdad una soledad inevitable y de la expresión una poesía eterna. En cambio, el cristianismo da el mensaje de que la vida en nombre de Cristo es radicalmente imposible en soledad. Hay algo importante en esta distinción para la autognosis del hombre moderno. Esa radicalidad que expresó el cristianismo puede ser tergiversada fácilmente, con consecuencias importantes para entender la caridad, la esperanza, y la fe. Puede dividirse fácilmente la vida dedicada a Dios de la vida dedicada al prójimo. Se introduce la sospecha por medio de una religiosidad que se vuelve íntima y por una caridad que se toma como exigencia. Interesante: los servicios a Dios pueden separarse de los servicios al prójimo, en una interpretación astuta de las dos tablas de la Ley.
Yo sostengo que, a pesar de no existir una postura única de lo moderno en torno al cristianismo, esa división caló profundamente en la consciencia, y tiene influencia en el modo en que se intenta reflexionar actualmente en torno a la “espiritualidad”. El cristianismo no puede ser reivindicación de la soledad porque ni los momentos de rezo y meditación se hacen con independencia. Cuando la caridad se convierte en exigencia, es cuando se evidencia la soledad que insertamos en la comprensión de nuestras almas. Por más beneficio que digamos hacer, deja de ser amor. No es casualidad que, ante el cristianismo, siempre tengamos la misma objeción: nunca concuerda con lo que se ve.
Esa objeción, si vale decirlo, es tan vieja como el cristianismo mismo. El hombre moderno la convirtió en expresión de su visión del espíritu. La iluminación, la profecía y la santidad se vuelven en mortificaciones asequibles para el inspirado. Por el otro lado, la vida dedicada a “la verdad” en el hombre posmoderno se convierte en un abismo que se cruza sólo por una solitaria superioridad, por una fuerza inusitada para soportar la desgracia del saber. Quien cruza ese camino toma como tarea el vivir la tempestad aceptando los truenos de la voluntad de poder. En ninguno de eso dos caminos existe la santidad.
En ambos casos, la felicidad deviene una cuestión trivial. No insignificante, trivial. Ya sea porque, a fin de cuentas, el mal no existe, y por ende no existe la muerte en la infidelidad -lo cual quiere decir que el bien no es verdad moral-, o porque esa es una pregunta que esconde la verdad sobre la tragedia elemental. Hasta donde he podido entender, la imitación que es la vida cristiana no es, como tal, la idea de la felicidad en otra vida. Al menos creo que esa otra vida a la que se refieren no es lo que se piensa comúnmente. La vida que se vive en imitación es grata y placentera como se vive el amor más común. Pero no es igual a éste.
Se dice que el hombre tiene una facultad para modificarse, para cambiarse, que ninguna otra cosa viva tiene. Puede vivir siempre teniendo una idea del bien semejante, y sufrir las consecuencias de ella sin jamás cambiarla. Puede vivir una vida semejante a otros sin encontrar objeción seria a eso. Pero eso sólo es posible porque es el único hecho para tener un modo de vida, para distinguirse por ello. Es el único hecho para la felicidad, que no para la alegría o el placer. Es el único que trata de escoger lo que le conviene conforme a lo que piensa, y no sólo a conducir sus apetitos.
En esa facultad se funda la vida en la verdad, la perfección y la imperfección. Esa facultad muestra la unión de pensamiento y acción que el cristianismo entendió a la perfección. Unidad que, para el cristianismo, significa la gran diferencia entre hacer lo correcto y ser justo. Unidad que entiende mejor que nadie los conflictos que la mayoría de nosotros encubrimos bajo la apariencia de ignorancia reconfortante, y que para otros en verdad se esconde tras la negligencia. Unidad que mantiene la sensatez de la caridad en un mundo felizmente en guerra contra la ortodoxia. Unidad que no admite que nos volvamos espiritualistas ni trágicos en medio del desastre.
Tacitus