A quien corresponda

No se había dado cuenta de cuánto necesitaba, cada inicio de semana, llegar junto con el alba al edificio en la esquina de la calle de Búho Viejo, y dejar el correo postal. Un año, quizás más, había sido diligente en todas las entregas de todas sus rondas, pero especialmente devoto en ésta. Aquí, carta tras carta, se apilaban todas detrás de la verja metálica. La casa quieta, quién sabía por qué, se había convertido para él en un templo de solaz. Nadie que barriera nunca, nadie que corriera las cortinas, nadie que rompiera los sellos en las puertas… justamente: nadie que abriera las cartas. Se había vuelto su íntima destinataria. El tiempo había convertido a la abandonada en su interlocutor, y ese montón creciente era el epistolario que compartían. Correspondían. Y no se había dado cuenta de cuánto necesitaba dejar ahí las cartas para que nunca fueran abiertas, escribiéndoles con silencio todo lo que él quería que dijeran y que a nadie más confesaba, hasta la mañana en que sonó su silbato, estacionó su motocicleta, y el nuevo propietario salió de una casa recién recogida a recibirlo para aclararle que era muy tarde: el destinatario era ya incorrecto.