Los rostros de la vanidad

Los rostros de la vanidad

La vanidad es sutil. Incluso cuando es evidente. La lujuria es voraz, la envidia es rabia silenciosa. Digan lo que digan, ninguno de los pecados, nombrados para reconocimiento, está aislado. La lujuria muchas veces involucra la vanidad; la envidia es la respiración de la herida que el envanecimiento surca en el corazón. La avaricia provoca atribuciones injustas. Atribuciones que esconden vanidad. Quizás ahí está nuestro error. La fe requiere que podamos darnos cuenta que la regla de la mayoría no es la verdad (creer en lo que no se ve). Mejor dicho, que no es toda la verdad. Cuesta darse cuenta de la trama que envuelve al pecado en nuestras almas debido a esa sutileza. Lo negamos aún en su conocimiento, en la duda, porque la conversión no es el fin, sino el inicio; porque la perfección es un camino. Lo negamos porque hay algo que todavía nos atrae de él.

Sería falso decir que el conocimiento moral es enteramente natural, si por natural entendemos innato. Lo que tenemos es únicamente la facultad para aprender de lo moral, así como Sancho Panza aprendió algo por los lances y palabras de su amo. Los ejemplos del pecado pueden, por ello, ser simples para ciertos ojos, profundos en su simplicidad para otros. Nietzsche no se equivocaba al decir que, aún en medio del nihilismo, el hombre moderno no deja de ser un moralista. Es importante que recordemos eso, cuando creemos, más que nunca, que el realismo reina. Nuestra idea del idealismo es, de hecho, una interpretación hecha por el realismo. Impera el moralismo de lo real. Ese moralismo que, con el cura y el barbero, toma por disparate la empresa quijotesca de renovar la caballería, o que la interpreta como un idealismo especial.

Que haya moralismo no quiere decir que sepamos de la verdad moral. En eso consiste la diferencia entre las polémicas infértiles y la persuasión sensata. No se requiere del moralismo para persuadir en lo moral. Puede haber intenciones morales erradas, como el nazismo. No nos confundamos. La ideología política no existe sin intención moral, pero la ideología no es el único modo de explicar la política.

Gregorio de Nisa decía que un hombre podía vivir asfixiado entre dos caminos. Un doble pensamiento en donde el mal y el bien estaban en pugna en el alma. No dice esto, como podría creerse, que la vida siempre es mezcla relativa de ambos extremos, porque eso nos condenaría a una forma del maniqueísmo. Decía que, si uno quería entender y vivir la vida cristiana, no podía estar sujeto a ningún otro lazo. No podía dejarse seducir por el pecado, y atender a la virtud, porque ahí no hay virtud. De otro modo, la penitencia no tendría sentido alguno. Creo que, por más sencilla que parezca la observación, tiene muchas consecuencias. Al menos tiene una peligrosa para el moralismo.

Su observación muestra que la contradicción puede existir de manera sutil, pero evidente. Que en la contradicción no hay nada que distinga la convicción cristiana del moralismo. Y, hasta donde he podido ver, aceptar esa contradicción depende del conocimiento que uno tenga de sí mismo. La vida doble no lleva a ningún lado, sino al daño. Lo que parece placer en claroscuro termina en dolor. No, no es simplemente la condena farisea del hedonismo, ni rigorismo moral. Es coincidencia entre lo que sabemos y hacemos. Por eso hay diferencia entre la imposibilidad para la virtud y la omisión. No ha de haber lugar para la vida en contradicción, porque eso impide que en la acción sigamos haciendo el camino al andar. El moralismo vano nada sabe de ello, porque ya ha dicho que el camino está trazado claramente.

Tacitus