No recuerdo cuando comencé a beber café sin azúcar. Sí recuerdo que mi motivo no fue seguir ninguna moda, sólo deje de endulzarme mi bebida predilecta para ahorrarme unos pocos pesos al mes. Beber café en la soledad de mi lectura siempre me hace evocar los ágiles diálogos en los que mi reflexión fluía más rápido que las palabras febriles, aquellas que siempre querían colocarse en el centro de lo discutido. Recuerdo y veo todo lo que fue, lo que dicen que lo constituye a uno. Pero principalmente veo todo lo que pudo ser, lo que quise que fuera, lo que hubiera sido. Observo las brumosas imágenes de aulas repletas de ideas, momentos donde algo más siempre pudo constituir a todos los escuchas. Los intereses individuales siempre amurallan la conversación colectiva. Elegir el éxito en vez de lo mejor destruye la comunidad. El pasado nos revela el inicio de la nostalgia. Pero del presente también se mira hacia delante, hacia el futuro: a lo que puede ser, a lo que se quiere que sea y a lo que será.
Es impresionante todo lo que se puede aprender al leer relatos coloreados de la grisácea nostalgia. El pasado parece estar mejor delineado, tener límites claros, llevando a no pocos a vivir su presente con las enseñanzas de la vida pretérita. Pero las condiciones presentes y pasadas, lo que condiciona nuestra vida, se ven impedidas por factores, a veces, incontrolables. Cuando el pasado se mira con luminosidad, le roba colores al presente, o el presente se los otorga sin demasiada resistencia. El futuro, hermano menor del pasado y el presente, siempre pasa desapercibido, su forma no se muestra definida y siempre nos parece irracional. Pero el futuro no prescinde de sus hermanos mayores. Conviviendo con los tres hermanos estamos los hombres. El de alma joven quizá vea mayor el futuro que el pasado; el de alma veterana tal vez verá casi todo como pasado. Todavía se puede dialogar. Todavía queda tiempo.
Yaddir