El alma escuderil

El alma escuderil

La teoría de la nutrición nos echará a perder uno de los placeres que afloran de los castigos de la expulsión: la comida. Un placer que brotó de un progreso que viene de la técnica proveniente del trabajo con lo natural. Un placer que hace notar que el deseo no es primitivismo moldeado históricamente y que la nutrición no es cuestión de datos químicos. Eso que nos hace pensar que el trabajo, hecho para sobrevivir, no es una amarga obligación. Ese placer con el que Sancho se hartaba para dormir imperturbablemente.

Es curioso que, en el mismo libro en el que se caracteriza a Sancho (ejemplo favorito de los pulcros para exorcizar todo lo que de Sancho notan en sí) como comilón, al tiempo que se destaca la inverosímil frugalidad de su amo, vista sólo en los conventos de apacibles muros, esos mismos rasgos escuderiles nunca se conviertan en un reproche por la dieta. Don Quijote no hacía dieta, sino que ayunaba para probar una fortaleza propia de todo aquel que desea ser caballero andante; Sancho no era temeroso por ser torpe y falto de fuerzas: nunca tuvo como complejo su jovial obesidad. Por más que lamentara el no poder agasajarse diario, eso nunca lo detuvo para seguir a su amo.

Nunca en la historia humana fue un secreto que la comida tuviera un vínculo con la naturaleza del deseo y el hábito. Sin esa relación jamás habría surgido el arte de sortear mágicamente el misterio de la carne cruda. Siempre fue evidente que la dieta era determinada por los deseos de las personas. Poco a poco se fueron descubriendo ideas acerca de la relación entre la sanación, la talla (no son necesariamente lo mismo) y el cambio de la dieta, así como de los padecimientos nutricios con la dieta: las propiedades purgantes de las frutas, los peligros del exceso con la carne y el problema evidente que su descomposición acarreaba. Lo que no existía como hoy era la idea de que la nutrición está ligada con los componentes y no con el alimento. Esa idea que hace que lo saludable se disfrace con las caricias embusteras del ego. La idea de que la salud ha de ser construida, torneada, trabajada. No la idea de la fortaleza física, sino de la escultura llevada al máximo absurdo.

La misma teoría moderna de la nutrición no hace más que seguir probando la importante presencia del deseo al pensar el problema de la comida. Nadie comería cosas light ni sometería sus alimentos a la cocción más elemental si no esperara algo más de su comida que no fuera sólo satisfacer el apetito. De hecho no existe el apetito a secas. Por eso se inventó la cocina, arte cultivada familiarmente. El saciar el hambre no depende de la talla que se tenga, ni mucho menos de la cantidad de carbohidratos o proteína que se ingiera. La modestia labró, quizás, la fama eterna del pan.

No me sorprende que los amigos de la dieta hablen más de la apacibilidad de la mente que el temple del deseo. Quien no ve que el alma es una y la misma cosa que piensa y busca cumplir sus deseos busca evadir la verdad sobre la integración del deseo, la imaginación, la voluntad y el pensamiento. Para ellos Sancho es la animalidad y Quijote el etéreo. El deseo es espejismo tras el que se ocultan los caprichos del organismo, la imaginación una libre y loca en fuga, la voluntad una mentira y el pensamiento es reflejo del mundo. Es la expresión del dualismo supersticioso de nuestros días. No ven que Sancho escudero llegó a ser frugal. No ven que el deseo, como potencia y facultad, es racional aún cuando no es moderado, porque viven el cuento de la razón moderna.

Tacitus

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