Cerrazón y el retoño de los Robles

Cerrazón y el retoño de los Robles

En un pueblo donde nadie era afortunado, salió un día temeroso de su casa Ricardo Robles, pues, sin querer, había encontrado en su patio trasero un cofre lleno de oro que había estado enterrado quién sabe desde cuándo. No que no supiera qué era eso, tampoco que no se imaginara para qué servía, pero había sido toda su vida pobre, desafortunado y sin ambiciones, como si un infausto rayo, desde hace siglos, lo hubiera golpeado. Sabía, por esta corazonada que dejó el rayo en su alma, que el que tiene la hace, que el que la hace la paga, y que el que la paga es porque algo debe, es decir, que es un malvado. Las razones de este hombre bastaron para darse cuenta que es muy difícil ser pobre, pues siempre se corre el peligro de ser afortunado.

Nadie que él conociera había sido nunca rico, además, aunque llega a haber el caso, muy raro, –sabía él, por antiguas historias– de que el rico sea de alma noble, por lo regular es la ambición por el dinero el que envilece a los hombres más sinceros, transparentes; los vuelve unas bestias negras. No conforme con eso, están los ladrones que quieren quitarte lo tuyo, –por eso es mejor no tener propiedades. No sólo ésos, también están los que viéndose necesitados van a ti como si fueras sombra fresca para sus penas ¿Cómo saber qué darles? Cuando todas estas preguntas comenzaron a llenar su alma que siempre había estado vacía como el cántaro de agua de su casa, –porque hay que decir que eran tan pobres que sólo cuando llovía tenían agua, en fin– cuando todo esto comenzó a atormentarle, decidió huir de ahí. Porque por un lado le daba miedo que algo bueno le hubiera pasado a él, y por otro le daba rabia tener que preguntarse por todas estas cosas, máxime por querer saber si él era un hombre bueno que las mereciera. Además, ¿qué iban a decir sus amigos que siempre lo habían visto seco de carnes, sobándose el lomo, sufriendo el mal trato, como ellos y con ellos? “Ellos van a decir que ahora soy mejor porque tengo fortuna, que me siento superior. Lo que quiero es sentirme igual que ellos, pobre, desdichado. No bastaría con fingir, pues siempre que la fortuna nos sonríe, no podemos menos que imitar su gesto, y así nos vamos por la vida, anunciando nuestra buena suerte con una sonrisa y palabras afables.” “¿Eso en que ayuda a los desdichados?”

No, era mejor huir de ahí, de esa casa que estaba maldita. “Las cosas buenas no son para mí.” “El bien no está hecho para que yo lo toque o lo haga. Yo estoy para sufrir, se decía el pobre, –aún más pobre ahora– de Ricardo Robles. Si no soy pobre, ¿cómo van a saber que soy yo?, si es lo único que tengo.”

Mientras de su casa y sus preguntas huía, mientras galopaba sobre su vetusta mula, mientras su mujer lloraba por tener que abandonar la casa paterna que tantos Robles pudo ver nacer, el pequeño retoño de Ricardo le preguntó: “¿Y si te quedas con el dinero y lo repartes para que todos sean un poco afortunados?”, a lo que él respondió: “¿Para qué? ¿Para que los demás sean desdichados como lo estoy siendo yo? ¡No, hijo!, así vivimos tranquilos, porque sabemos lo que hay y punto.”… “Pero, ¿qué no son tus amigos?, insistió el niño…”

El polvo que iba dejando tras de sí la cansada mula comenzó a metérsele por los ojos al pequeño niño, pero antes de que todo se cubriera de sequedad, alcanzó a ver cómo de la fuente de su casa nacía un agua pintada de oro por el sol. Él también sonrió como un refulgente rayo. Luego pensó que el honesto miedo que su padre profesaba al mal era digno de encomiarse, más no el deseo de resguardar más a la desdicha que hacer un bien a sus amigos. Mientras esto pasaba en el alma del pequeño, su cuerpo, ya cansado, comenzaba a dormir, pero alcanzó a escuchar que alguien le susurraba: “Un día alguna otra época verás en que se muestren las copiosas andanzas del bien y no sólo el infructífero miedo al mal y la idolatría a la falsedad”.

Cerró los ojos y, cual rama, se dejó mecer por sueños de felices aventuras.

Javel

Para seguir gastando: La cerrazón no es sólo el miedo al bien o la falsa interpretación de éste, sino, y por lo mismo, la imposibilidad de la fe en la bienaventuranza.

 

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