Caminantes
Hasta el rumbo y la gravidez de nuestros pasos manifiestan nuestros secretos. La lluvia obliga a responder con una carrera para ganarle al hielo que se pega a nuestras ropas; el sol en abundancia, no obstante, no siempre es tan evitado. La derrota, el desinterés y la ausencia de hogar hablan muchas veces en la vagancia. La prisa y la lentitud indican la distinción o ignorancia de lo importante. A veces huimos de algo sin darnos cuenta, hasta que nos asalta en sueños, a la hora en que uno trata de sepultarse en las dulces tinieblas de la imaginación, reina y señora de lo onírico. También caminamos con discreción teniendo entre manos un plan, y cada paso esconde nuestras ansias, que a veces difunden el peligro que sentimos por ser descubiertos, o soplan una niebla sobre los ojos y presencia de los demás viandantes.
Caminar es la imagen más socorrida para figurarse el movimiento, al menos en el caso de los seres vivientes. Eso que está en ese acertijo de la esfinge, ligado para siempre a la soberbia de Edipo. Separa a los cuadrúpedos de los bípedos, pero también a los hombres de las bestias. Porque el hombre es el único con pies para caminar (evidentemente). Ese movimiento en donde se ve una finalidad. Pero, ¿qué finalidad? ¿No es todo fin inmediato una consecuencia de la vida misma? ¿No será que las más de las veces no sabemos a dónde vamos, cuando tenemos bien claro hacia dónde dirigirnos?
Andar es el verbo de donde viene andante –otra obviedad. Andantes son los caballeros que dieron motivo a don Quijote. Andantes que no pueden tener casa, porque el mundo es el escenario que hay que recorrer. Andantes que no huyen, que tienen destino hecho en la inexistencia de la meta. Andar que no requiere de prisa, mas que en la huida prudente. Andar que en don Quijote no es nada más un papel representado, como sí lo es en las farsas entusiastas de Sansón Carrasco. Un andante pierde en su reclusión el nombre y el ser. Todo el mundo que vive en su casa y ciudad, los profesionales del robo que no tienen casa, ven en el andar la falta que quicio: no es afortunado estar sobre caballo sin dirección. Pero la dirección siempre la pone el deseo. Y, curiosamente, el conflicto del deseo es que nunca nos deja estar quietos, aunque sí apacibles y reflexivos, formas reticentes de la inquietud.
A veces nos apresuramos para salvar lo preciado. Tropezamos por una distracción. El ejercicio cotidiano, el movimiento que proyectamos a cualquier conocimiento: llamamos pasos a lo que hay que recorrer con el entendimiento. El temerario juega esgrima con la muerte. La juventud encuentra un placer inusitado en correr a lo desconocido. Pocos nos atrevemos a pensar que es posible no tener casa y pasar las tardes al abrigo del espíritu. Así lo decía don Quijote: las armas, el andar requiere de espíritu. El apóstol decía que el vientre es para el alimento y viceversa. Nada en este recubrimiento pasajero está para durar eternamente. Por eso la misión más grande de un hombre no es reproducir la especie. Alimentarse es necesario, y por ello caminamos. Evidentemente, es falso decir que ese es el camino que determina todos los demás. Es la falacia de la supervivencia: no sabe explicar la felicidad.
Tacitus