Comezón

Trataba de engañarse a sí mismo cada día que pasaba allí, atrapado bajo el suelo, con los miembros circundados por roca sólida y sin la movilidad necesaria para rascarse la nalga cuando la comezón, que no dejaba de repicotear una y otra vez en el peor de los momentos, se hacía presente con su tacón de aguja.

Tal vez muerto estaría mejor, tal vez en el mismísimo infierno, las lenguas de fuego abrasadoras mudarían su piel cada cinco minutos, tal vez el intenso dolor y el gusto que encuentra el fuego en reventar las terminales nerviosas de la piel como si fueran burbujitas de plástico de regalo; terminarían con esa maldita comezón para siempre. O tal vez ya era el infierno aquella prisión de roca a mitad del desierto. No lo sabía muy bien, de hecho, ignoraba si su cuerpo seguía sumergido dentro de la roca o solo era la peor de las pesadillas. Lo ignoraba porque los párpados que recubrieron sus ojos en un instinto protector, un instante antes de que fueran recubiertos por roca, lo habían dejado doblemente ciego.

A veces, una o dos o diez o mil al día, maldecía no haberse quedado sordo. Para su mala suerte, la roca sólida que rodeaba todo su cuerpo con excepción a su nariz y a su boca, era un excelente conductor de sonido, y todo el tiempo podía escuchar los llantos, los lamentos, las risas y los júbilos que los demonios lanzan desde sus hogares subterráneos a modo de blasfemia. ¿Cuánto tiempo lo habían tenido ya allí? ¿Cuánto tiempo pasaría ciego, inmóvil, esperando que volviera aquella alma caritativa, que llegaba a alimentarlo cinco veces al día? Si ésta fuese hombre o demonio, lo mismo daba, lo mantenía con vida, dentro de esa prisión ferviente de arena sólida del desierto. algunas veces, hasta creía que se quedaba a escuchar sus súplicas, como un misericordioso dios que presta unos momentos de su valiosa eternidad a atender sin entusiasmo los ruegos de sus hijos. A veces podía sentir sus pasos alejarse de inmediato, justo después de alimentarlo. Como quiera que sea, de haberlo querido muerto, lo hubiera dejado ahogarse con la lluvia que aconteció hace unos días, ¿o fueron meses? Y de haberlo querido libre, ya hace mucho tiempo que hubiera tomado una pala para excavar sus entumidos miembros, si es que estos no habían sido digeridos por los gusanos ya.

Casi creyendo sus propias palabras, que el suelo se encargaba de magnificar, se repetía para aliviar su condición que tal vez la muerte sería peor, tal vez debería agradecerle a Dios que todavía podía sentir esa maldita comezón que se hacía presente en su cuerpo cada vez que le placía, siempre en el peor de los momentos como un invitado encajoso. Algunas veces llegó a pensar que era la comezón la que se había vuelto dueña y soberana de su cuerpo y no Nuestro Señor que vive plácidamente en los Cielos. Él sabía perfectamente por qué estaba allí, condenado a tan terrible escarmiento. Levantar su mano contra los hombres primigenios no era cualquier cosa, algunos de su pueblo lo consideraron incluso heroico, la lucha era necesaria, debían defender sus tierras a como diese lugar, ¿qué más da si los invasores eran su primates ancestros o un manojo de demonios sin nombre? Lo recuerda bien, casi como su hubiera sido hace unos segundos antes, como si fuera lo único que hubiera vivido en toda su existencia.

La batalla no fue complicada, muy rápido favoreció a un solo lado: al suyo. Los hombres como tú y como yo, armados por viejos rifles de la primera guerra mundial lograron ahuyentar a los demonios fuera de sus tierras. Tal vez la Tierra misma se ofendió por esta razón, tal vez prefería que ellos habitaran sobre ella. No lo sabe, muchas veces llega a pensar que cometieron un sacrilegio con aquella guerra. ¿Qué se suponía que debía hacer su pueblo? ¿Debía hacer como que enormes humanoides deformes con colores opacos y formas inimaginables de más de seis metros de altura vivieran en su patio trasero? ¡Claro que no! La tierra había sido un regalo para los hombres hecho por Dios mismo. Incluso el primero de ellos, al igual que los gigantes que sangraban ríos de polvo a la hora de dar alojo a una bala; habían sido hechos a partir de barro. Tal vez habían sido recompensados, tal vez, no solo él, sino también sus compatriotas ocuparan el lugar privilegiado de aquellos demonios. Tal vez ahora, abrazados perpetuamente por la tierra como los hijos elegidos, cumplían la más elevada de todas las funciones que pudiera realizar un hombre por su dios: habitar en su mismísima piel y aliviarlo, con sus inmensos y fútiles esfuerzos por moverse, de la inmensa comezón que la Madre Tierra no podía sofocar con las distantes olas del Mar.