No veo cómo pueda vivir una ciudad completa sin que sus ciudadanos tengan prejuicios acerca de los otros. Hablando muy en general, el problema metafísico de no prejuzgar lo otro parece irresoluble por estar mal planteado: imposible juzgar con conocimiento de causa lo que se desconoce e imposible que se conozca algo sin que deje de ser lo otro. No obstante que esta apariencia sea presumiblemente falsa, pues no se conoce todo de golpe y para siempre, en eso precisamente radica la dificultad de enfrentar el prejuicio. Conocer lo otro requiere esfuerzo e interés. Es loable y es difícil. La razón comprende, comparte, y en ello es convivencia; pero vivir con quien vive de modo diferente antes de intentar siquiera entender la diferencia es algo que la mayoría consideraría indigno de elección para una persona en su sano juicio. Hablando menos en general, pues, los ciudadanos de una ciudad completa no viven con pocos esfuerzos, y sus intereses no son inmensurablemente plásticos como para que a todos les ocurra de pronto querer comprender a los que hasta hoy ven como los otros.
En esta época quizá la forma más sonada del prejuicio contra los otros sea el racismo. ‹Racismo› es un título vulgar y superficial que quiere dar a entender que se denigra, se teme, se odia o se menosprecia a otros por la raza a la que pertenecen; pero nadie con dos dedos de frente piensa en serio que se trata de la ascendencia genética la que es tan repudiable para el racista. Por ese lado ese nombre es un desatino. (Tal vez nuestra preferencia por el terminajo esté azuzada por el orgullo que nos da nuestra honda ciencia antropológica). Lo que sí ayuda a destacar su uso es que lo más obvio es también lo que primero mueve al racista: la apariencia. Al respecto se habla mucho de piel y sus colores, pero no es eso solamente lo que el racista distingue de inmediato, sino también caras, gestos, vestimenta y, de lo más aparente de todo, la palabra. Cuando uno va más allá de la apariencia atendiendo la palabra, pasando por el acento marcado de quien intenta aprender otro idioma y llegando hasta los refranes cuyas imágenes no tienen paralelo en otras lenguas, llega a lo que más cala los ánimos racistas y que no tiene relación directa con esas, por así llamarlas, incidencias. Éste es el terreno de las costumbres, las tradiciones, las elecciones que revelan qué se tiene por valioso y cómo se considera que se vive la mejor vida. Se exacerba, nos recuerda el diccionario, el sentido racial de un grupo étnico y esto promueve que se discrimine contra otro, incluso hasta llegar a la persecución.
La discusión acalorada sobre los grupos sociales, sus costumbres, sus comparaciones, y la clase de cesiones que están o no obligados a hacer los magistrados en las ciudades en ellas, ya sea para aminorar o fomentar la convivencia, y la mutua tolerancia, pueden distanciarnos del hecho de que ésta ha sido una forma de prejuicio de los otros. No se ha tratado de un juicio. No ha sido pero ni de cerca un examen público, serio, del valor intrínseco de tal o cual idea, de esta tradición, de aquesta lengua, de aquella costumbre. En privado tales cometidos son posibles, pero no ha sido igual en las lizas políticas de nuestro tiempo. Este trato mediático de la discriminación también nos inclina a asumir que ‹racista› es un tipo de persona que se comporta de un único modo, como si el racismo no tuviera también, igual que todas las formas del prejuicio, tamices y honduras (los activistas que luchan contra las formas más arraigadas de menosprecio en sus culturas se enfrentan con frecuencia al defectuoso argumento que sólo reconoce las muestras más escandalosas de desprecio como signos de que existe tal). Los eventos recientes nos han hecho apreciar, y más en la imaginación, la fuerza con la que puede alojarse semejante desprecio de los otros en grupos de personas con mucho poder e influencia. La presencia tan imponente, tan obvia, tan cínica de desdén desencadena indignación. En el fondo, quien piensa que no está siendo juzgado justamente, no de sentencia solamente sino de pensamiento, se ve a sí mismo como incomprendido y por tanto tiene muy a la mano tildar al otro de imbécil. Pero ante esta embestida debemos cuidarnos todos de la respuesta más inmediata de la mayoría, que es despreciar de vuelta. La fuerza con la que se desperdiga la semilla que ayuda a que este prejuicio se torne violento y que azuza la guerra, se explica por la dificultad para enfrentar el prejuicio, para tratar de entender y hacer entender. Y aquí, en nuestro país, podemos notarlo fácilmente: cuando se confirmó lo que la mayoría pensó imposible, que Donald Trump ganara las elecciones estadounidenses, incontables mexicanos pensaron confirmados sus prejuicios. Y dijeron con racismo ejemplar: «pinches gringos, siempre han sido una bola de racistas».