El matrimonio de Drengo Jilbarres terminó exactamente una semana antes de que yo consiguiera el último artículo de mi tienda de antigüedades. Él vino todavía victimizado por los sollozos del arrepentimiento y el despecho, y ya fuera por la cercanía de tal estrago o por simple desapego, me ofreció gratuitamente la hermosa pluma de cuervo de que hablo. Es la más deleitosa pieza de caligrafía que hubiera jamás visto: casi hasta la punta ‒aún afilada‒ de un cálamo bien sólido rodeaba un cilindro broncíneo con pocas incrustaciones diminutas de piedras marrones opacas, al que primero no presté más escudriño que el que permitió mi embeleso; cada barba en perfecta condición y sin desalinear, de un tono negro que confesaba ser índigo cuando lo atravesaba luz directa; y en pocas palabras, en un estado tan admirable de conservación que no era de creer que la hubieran bañado ya algunos cientos de años, por más que fuera cierto. La factura del cilindro me pareció escandinava tras una segunda observación, el bronce tenía un delgado baño de plata y estaba grabado con pequeñas vetas repetitivas en patrones lineales que se entrecruzaban en los bordes, como olas o escamas. Tan menudo era el detalle, que hasta el siguiente día capté que la figura al relieve era un avellano y las incrustaciones, sus nueces.
Debí reparar en la gravedad del dolor de Drengo cuando me obsequió con la pluma, pero estaba tan cautivado que lo descuidé. No tuve ocasión de preguntarle cómo obtuvo tan exquisito artefacto, porque cuando fui a buscarlo después sólo quedaba en casa su familia devastada. Nadie sabe al día de hoy a dónde fue. Quizá haya sido yo el último en verlo por aquí. Cinza, quien fue su esposa, no me recibió con la calidez habitual la tarde en que quise averiguar más sobre mi regalo: estaba todavía petrificada, como quien recién y de súbito vio morir violentamente a alguien. Su voz se entrecortaba y sus ojos no atinaban a ver nada. Drengo, me contó desarticuladamente, les había escrito a ella y a los niños unas cartas espantosas, formidables, llenas de imágenes monstruosas y palabras aceradas. Confesiones, todas ellas. Sumadas, eran el retrato de un hombre que había resguardado en el silencio y el trato frío de la rutina una abominable perfidia, que había callado opiniones mórbidas sobre sus más cercanos, que resentía, engañaba y odiaba con la profundidad de un pozo envenenado. Cada carta era testimonio de su vida secreta en el abismo. Yo no podía dar crédito al escuchar tales cosas sobre alguien a quien con frecuencia había visto, cuya voz había escuchado sin siquiera sospechar tales calamidades. Las cartas, dijo Cinza, las había escrito con la pluma de cuervo que me regaló. Fuera de sí, abrumado por la culpa y sofocado por el llanto, el confeso quiso perdón diciendo que no había sido él quien habló tales palabras, sino la pluma; dijo que no había podido detenerla, que su tinta era como una náusea que vació su alma de arcada en arcada; que todo había ocurrido en un trance como extraído de alguna antigua saga que canta sobre arcana magia y la venganza de los dioses furibundos. Cinza, me contó, no tuvo nada que responder: la verdad estaba escrita y el miserable, desnudo.
Después de escuchar tal cuento volví a mi tienda aún conmovido. Pensaba agitadamente qué podrían querer decir las palabras de la asolada mujer. No toqué esa tarde la pieza de delicada orfebrería, pues me inspiró un nuevo respeto y ‒he de confesar‒ algo de repugnancia. Mi escepticismo vacilaba, como si el precio de desdeñar lo que escuché esa tarde fuera mucho más alto de lo que jamás podría pagar. Hacia esa noche, ya en mi casa, recordé haber leído en algún lugar, no puedo dar con dónde, un poema antiguo sobre el botín del que se hicieron unos famosos vikingos al arrasar el reino de un poderoso rey guerrero. Sus arcas contenían portentos tan asombrosos que desafiaban el pensamiento y por cuya belleza adormecían la vista. Entre muchas otras cosas que ha perdido mi memoria, creí evocar el disco de Odín que tenía tan sólo un lado, la canasta de Idunn cuyas manzanas dotaban de juventud y no podían terminarse, el cinturón de Thor que confería fuerza sobre toda fuerza, el cuerno de Heimdall cuya voz nadie nunca había escuchado pues era el último sonido del mundo, y finalmente, la pluma de Bragi que podía escribir sobre toda superficie y que le era imposible escribir otra cosa sino toda la verdad. Volví a la tienda, aún siendo noche y sin haber conciliado ni dos minutos de sueño, y admiré la pluma de cuervo, el avellano grabado, y su fina punta aún teñida con el resto de la misma tinta que había escrito tan mordientes revelaciones. Por un instante quise tomarla para escribir yo mismo algo; pero me aterré.
Han pasado días, todos con la misma inquietud. No hallo por ningún lugar el poema; pero es lo de menos. La pluma ya no está, por supuesto, a la venta; no antes de que sepa que es mentira y que no puede ser aquélla de la que los versos hablan. Sin embargo, no logro hacerme de valor bastante para usarla. ¿Qué dirían mis letras? ¿A quién estarían dirigidas? Lo que más me alarma, es que por más vueltas que le doy, no lo sé.