Nubladas sospechas
No mama’s arms to hold me, no daddy’s smile.
Nobody wants me; I’m nobody’s child.
Permea un cierto desánimo, incluso un determinado enojo, en las opiniones sobre la vida pública de México. Enrique Krauze lo ha llamado con acierto “desaliento de México” y reconoce sus orígenes en las dificultades de la vida democrática. El presidente Enrique Peña, por su parte, lo ha nombrado “mal humor social” y lo supone consecuencia de un error de comunicación: se cuentan más las cosas malas que las cosas buenas. Los hechos son, a mi juicio, que las cosas se cuentan, que la democracia es difícil y que estamos desanimados. ¿Para qué contamos las cosas?
En nuestra viciada vida política parecen predominar dos respuestas un tanto frívolas: para dar razón y para publicitar. La segunda encuentra su expresión más interesante cuando supone que la vida pública realmente no es pública, sino que lo público es la máscara de intereses inconfesables, de los acuerdos secretos, de las conspiraciones con las que cotidianamente injuria a la patria el traidor que en cada hijo le dio. Contamos las cosas públicas como un intento de encubrimiento y descubrimiento, como un acto de lealtad y traición, como un cálculo de la pérdida y la ganancia. Por su parte, dar razón de lo público también se tiñe de frivolidad en nuestros días: se da razón justificando las sospechas (“La casa blanca”), sembrándolas (“la verdad histórica”), suplantándolas (“la reforma educativa”) o conservándolas (“la guerra contra el narco”). La frivolidad del modo en que contamos nuestras cosas públicas se funda en suponer la igualdad de lo público y de lo político, en la confusión de una investigación política (“Las empresas fantasma de Veracruz” por Animal Político) con una investigación pública (“El expediente secreto de la boda Peña Nieto-Rivera” por Aristegui Noticias), en la transformación de los espacios públicos de crítica en escaparates del cotilleo y la difamación (Proceso). ¿Entonces para qué contamos las cosas públicas?
En Los niños perdidos [Sexto Piso, 2016], cuarto libro (y cuarto género, pues con Papeles falsos [2010] practicó el ensayo, en tanto la novela fue explorada en Los ingrávidos [2011], mientras que hizo de Historia de mis dientes [2013] una caja de sorpresas; ahora crea el ensayo migrante) de Valeria Luiselli [Ciudad de México, 1983], encontré una esperanzadora respuesta. Con una mirada abarcadora podríamos decir que el libro es un ensayo sobre la difícil condición de los niños migrantes centroamericanos en los Estados Unidos. La obra muestra claramente los problemas de origen en el fenómeno migratorio, los peligros del camino y los absurdos de las soluciones políticas del mismo. El libro hace visible los intentos de las asociaciones civiles para ayudar a los niños migrantes y la frustránea disolución de las buenas intenciones en el mar de la burocracia. Los niños perdidos hace públicas las cuarenta preguntas con las que se explora, como con sonar, cada caso, con las que se intenta delinear el contorno de una vida en crisis, identificar los cabos de una maraña desesperante, de una cuerda que probablemente no sabemos rota, aunque lo sospechamos.
Los niños perdidos ensaya nuestras sospechas. La primera sospecha se inscribe en el marco general del texto. La autora cuenta que cuando rememora y narra las historias de los niños migrantes, su hija suele preguntar: «¿cómo termina esa historia?», en tanto la ensayista, que se apropia la pregunta, reconoce que no sólo no lo sabe, sino que muy probablemente no lo puede saber. La niña, la autora y el lector sospechamos que las historias de los niños migrantes deben tener un final, porque así es la vida humana, porque todo hombre tiene derecho a un final, porque –suponemos- así debe ser… o debería. Los niños perdidos nos enseña que la incomodidad por el drama de los niños migrantes se origina en lo que no debe ser, pero es.
La segunda sospecha se apunta con claridad una sola vez en el libro, hacia el centro del ensayo, pero cada pasaje nos conduce a ella. ¿Por qué esos niños abandonaron sus lugares de origen para vivir en la soledad fragmentada del drama migrante? ¿Quién no preferiría la persecución política de los estadounidenses a una vida en el llamado “subdesarrollo”? ¿La pesadilla de Tegucigalpa es preferible en algún caso al Sueño (de persecución) Americano? Y aquí se encuadra la sospecha: Tegucigalpa no es por sí misma una pesadilla, tampoco lo es por la Mara y su pandilla rival; la pesadilla es que ni en Tegucigalpa, ni en Nueva York, ni en Tapachula, ni en Houston, vivimos en comunidad. Vale el peligro de abandonar el lugar de origen y sortear el peligro y la corrupción de México (donde el 66% de las mujeres migrantes son violadas –sean niñas o adultas, y nunca una sola vez-) si ya estamos solos, si ya no hay comunidades, si en lo público ya no hay política. Cuando no hay comunidad, el peligro sólo es material.
La tercera sospecha accesible por Los niños perdidos toma la forma de una reflexión sobre el propio trabajo, de la claridad de la autora para verse y vernos, para decirse y decirnos, para responder a la duda que corroe los contornos de la letra, reseca las tintas, rompe las puntitas de los lápices y rasga la tranquilidad del papel: ¿para qué escribimos sobre nuestra terrible crisis si de todos modos todo está tan mal? Los niños perdidos no ofrece una solución al problema migrante, ni siquiera aspira a ser un análisis concluyente de la situación de los niños centroamericanos que migran a Estados Unidos, mucho menos es la palabra definitiva sobre el tema. Los niños perdidos fue escrito para no olvidar, para que en el futuro, en lugar de suplantar el pasado e infectar con malas sospechas nuestra vida pública, podamos saber que hubo un tiempo en que pasaba lo que no debía ser, en que lo público se confundía con lo político, en que las vidas no tenían un final, pero que la constancia para enfrentarlo, la verdadera dificultad de la vida democrática, nos dio futuro, nos permitió mirar hacia atrás y reconocer: que lo político debe ser; que el problema no es la comunicación, sino la acción; que nos poblamos de niños perdidos y tenemos que encontrarlos.
El nuevo libro de Valeria Luiselli, indiscutiblemente una de las mejores escritoras de mi generación, es esperanzador sin ser optimista, amable sin ser suave, doloroso sin ser cruel. Los niños perdidos se lee como cuando un niño nos pregunta por qué otros niños tienen la vida deshecha y buscando la respuesta las sospechas nos anublan la ignorancia, pues sabemos que no debería ser así. ¿Qué podemos responder ahora?
Námaste Heptákis
Escenas del terruño. 1. México tiene un lujo: la lucidez de Jesús Silva-Herzog Márquez, quien reflexionando sobre los diez años de la lucha contra el narcotráfico nos describe como un país más inhóspito, más sangriento, más bárbaro, donde se ha trivializado la crueldad. Es un lujo que alguien tome la voz en público y tenga el valor de declararnos tal cual somos. Quizá por ahí se empieza. 2. El periodista más censurado de México, para no creerse, es Joaquín López-Dóriga. Él mismo cuenta el caso más reciente, el sexto del año. Y una vez más, ni quien proteste. Eso es compromiso, camaradas. 3. El pasado miércoles 7 el periodista Humberto Padgett -autor de Jauría [2010], el mejor libro sobre el secuestro en México- fue detenido por la policía de la Ciudad de México mientras reporteaba un desalojo. Tras denunciar su detención y la violación al libre ejercicio periodístico, el jefe de la policía de la Ciudad de México señaló en medios que la detención fue falsa; cuando Padgett presentó las pruebas, el funcionario guardó silencio. Segundo acto intimidatorio al periodista en la segunda mitad del año. 4. El equipo del delegado de Cuauhtémoc, Ricardo Monreal, hizo una severa descalificación del trabajo periodístico de Salvador Camarena. En Nexos de diciembre, Camarena, junto a su equipo de Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad, presentó un reportaje sobre la desastrosa administración del espacio público de Monreal. En réplica al reportaje, el equipo del morenista descalifica la labor periodística de Camarena y sugiere que en lugar de sustentarse en la información oficial, debería basar su juicio en las declaraciones de los funcionarios. Camarena y su equipo ofrecieron una justa contrarréplica. Mientras que Comunicación Social de la delegación señala, en la réplica a la contrarréplica, que las respuestas concretas no son de confiar. Al señor Monreal, me consta, no le gustan las críticas. Apuesto doble contra sencillo a que se le olvida que prometió un revocatorio para el próximo año.
Coletilla. Rafael Tovar y de Teresa fue agente de conciliación en el mundo intelectual mexicano. Tras la ruptura que significó el fraude electoral de 1988, y en el punto más álgido de la confrontación entre el grupo Vuelta y el grupo Nexos, Rafael Tovar convocó a los intelectuales y los concilió en lo posible hasta la transición democrática. La ruptura siguiente, el “fraude electoral” inventado por López Obrador, rompió al país y en dicha fractura seguimos ahondando. Ni el regreso de Tovar y de Teresa, ni la creación de la Secretaría de Cultura, aminoró la guerrilla intelectual (piénsese en la polémica por la antología México 20). Muerto el agente de conciliación, sin duda se acrecentará la guerrilla intelectual. Lo peor que puede hacer el presidente es repetir el error del FCE y nombrar al sucesor de la nueva Secretaría de Cultura de acuerdo a los caprichos de Carlos Salinas, o en vistas a la elección de 2018.