La musa común

La musa común

El hombre es el único animal práctico. No sólo porque sea político, que eso es fácil de ver, mas no de tomar en su justa dimensión. La práctica lo acompaña desde el nivel más básico de su existencia: la necesidad nunca es ciega para él. No hace casas ni habita cuevas para protegerse de la lluvia únicamente, de otro modo no habría motivo suficiente para dejar de ser nómadas. Persiguió y domó animales como parte del reino de lo práctico; los animales son depredadores, el hombre muestra algo único en su depredación, como la caza con extensiones del ingenio, producciones que los animales no tienen, puesto que todas sus argucias caben dentro de lo que se reconoce como “adaptación”. El hombre no se “adaptó”: desde el principio se supo distinto del animal y de su entorno, hizo circunstancias para poder habitar el mundo, como en las cuevas.

La conversación es parte de la práctica. La cultura también. Si lo teórico nombra sólo aquello que informa lo que hacemos, la separación es falaz. Lo teórico alude a la teoría en tanto actividad contemplativa, no sólo a la formulación de hipótesis. Las cosas de este mundo que se dicen teóricas son aquellas que nos dedicamos a conocer porque no las producimos, de ahí que la verdad sea fundamental para sostener la posibilidad de teorizar, no sólo de conjeturar metódicamente. Pero eso no implica una división entre ambas palabras que vaya más allá del ejercicio de nuestras facultades y de la naturaleza de las cosas. Las cosas más dignas de saberse no son ajenas al mundo en tanto que este mundo posibilita que nosotros las busquemos y configuremos. El deseo de saber es natural, y esto hay que entenderlo no sólo en el caso de la curiosidad inflamable, sino en el hecho de que, incluso en los casos más desapercibidos, saber es fundamental. Decir que hay hombres que no sirven para saber empobrece claramente la practicidad: la conversación es inútil por cualquier camino, pero el conocimiento de lo práctico requiere de que los caminos vayan abriéndose conforme uno realiza los encuentros. De otro modo la libertad por el saber es imposible.

Es cierto que lo práctico pueden ser los negocios, pero también la poesía. Son parte de la práctica no sólo como expresiones, sino como trabajos y actividades. Claro que la poesía apela a que la práctica no se radicalice para entender lo práctico como aquello que nos permite alcanzar nuestros fines. La poesía es un mal negocio, sólo que también es uno excelente. No se vive de ella, pero si por ella. Hace la vida mejor para quien ha visto que la práctica involucra aquello que el poeta profiere. Por ello puede presentarse popularmente y exclusivamente. Lo práctico es distinto de lo fácil. Podrá ser que el vientre no esté hecho para alimentarse de palabras y emociones, pero la vida no depende del vientre, si vemos que la vida está sustentada en algo más. Ese algo más puede verse hasta en la versión más corriente de lo práctico: nadie desea hacerse rico para satisfacer sus necesidades más elementales.

Por ello las obras de arte y la poesía pueden ser parte del progreso. El beneficio radica simplemente en que aportan al hombre libertad. El fonógrafo hizo posible reproducir en casa las obras maestras; una sola obra de Shakespeare abrió un mundo ante nuestros ojos. Nos dejan ver lo humano de lo que él percibió y gracias a él podemos vivir sabiéndolo, encontrarnos y recrearnos en esa obra, efecto que tiene todo escritor consagrado como clásico. Nos recreamos en el sentido de que descubrimos algo nuevo ahí, en algo que está ante nuestros ojos, ausente y presente por nuestra inteligencia y la del autor. Recrearse es, literalmente, volverse a crear. La práctica es creadora, y la lectura es práctica. La lengua escrita es un progreso: deja que hasta lo popular quede latente: coplas, rimas del ingenio que captan la iluminación de situaciones compartibles. Eso, como las armas y la pintura rupestre, no es mera adaptación. Eso es parte de la practicidad de la vida humana.

Tacitus

Rocas con miel

En explicaciones pomposas, quizás exageradas, se piensa que la poesía es el oropel del lenguaje. Los versos sirven para hablar adornadamente de las cosas. Aquellos versados en versos tiene la elocuencia capaz de cautivar a quienes los escuchan. Se piensa que la poesía es el encomio por excelencia, incluso la miel que esconde lo amargo de los alimentos cotidianos. Los supuestos poetas pasan su vida escribiendo madrigales y odas. En sus sienes les ponen la corona de laureles y  reciben aplausos de mujeres y admiradores. La poesía que logre cautivar más gana el certamen. Al igual que las sirenas, las palabras son bellas en tanto avasallan a quien las escucha.

El triunfador de certámenes reconoce que las palabras deben ser llevadas a su último grado para cautivar. La perfección de ellas radica en su máxima expresión. De ahí que no dude en abusar de arcaísmos, latinajos como trazos frenéticos o construcciones gramaticales asfixiantes. Su propósito es desgastar el lenguaje para que se perciba casi ininteligible y la tribuna pueda aplaudir sus creaciones. Llevar el lenguaje hasta su máximo grado es violentarlo y de sus cenizas hacer resurgir el fénix; el mismo acto de exprimir una fruta hasta dejarla seca y sin sabor. Para este poeta la belleza es difícil, casi inaccesible y todo lo contrario a lo vulgar. Lo que no sabe es que el sabio o exquisito alguna vez fue ignorante o basto.

Buscando cautivar, el decorador del mundo escarba en su baúl de figuras retóricas y selecciona sus mejores imágenes. Declarándole a la musa su independencia, sabe que su alta instrucción podrá deleitar a los oyentes y lectores. Quizá las imágenes y metáforas sean profusas y complicadas, pero eso, lejos de ser negativo para el poeta, sólo es una muestra de lo elevado y etéreo que se encuentra. La perplejidad y el oído ansioso son quienes dan la aprobación al poema, por ello el creador se esmera por hilar metáforas que asombren. No importa si se adecuan al resto del poema, los versos pueden ser sólo el pretexto perfecto para unirlas. No es sorpresa que estos poetas lleguen a las maneras más prontas  y fáciles para asombrar: lo amarillista u original.

Siendo la poesía así, se convierte en una actividad social, y de las más vulgares. El poeta no responde a su vocación, sino a otros lujos personales. Es decir, la poesía para él no es la dicha, sino un medio para ella.  Los versos nunca abandonan al poeta y aparece el riesgo de que jamás lleguen verdaderamente al lector o quienes los escuchen. Esta clase de poesía no adorna el mundo, es un pedazo de bisutería para el poeta. De este modo señalamos en la lectura aspectos que nos guste y el verso llega hasta ahí. Frente a la pregunta de si vale la pena que uno que otro poema haya perdurado tantas décadas, en realidad no tenemos una respuesta suficiente. Pueden ser los desatinos o las decisiones arbitrarias de quien estaba sentado antes de mí en la tribuna.  Hacer cantos con un remanso fastidioso es útil; logra conformar un éxito tangible para el poeta.