Un par de veces antes lo había experimentado. La primera de ellas, fue en el momento de cumplir treinta horas consecutivas sin dormir. Los oídos se le inundaban de un violento tifón de sonidos fantasmas, creados por su cansado cuerpo. En la segunda, los hombrecillos danzantes vestidos de rojo, venían acompañados de varios olores peculiares. Claro, con setenta horas sin dormir, era de esperarse semejante espectáculo. Esta última vez, Emanuel estaba desesperado, gritaba, corría y se estrellaba contra las paredes de su habitación. Hacía todo lo que su torcida mente le dictaba para mantener la cordura. Sí, esta vez llevó su experimento mucho más allá, lo extraño del asunto fue que durante las doscientas dieciséis horas de vigilia que cargaba sobre sus flacuchos párpados, no había tenido la más mínima distorsión de la realidad. No había alucinaciones de ningún tipo, y eso lo sacaba de sus cabales.