En un país violento

La cobardía siempre ha sido mal vista, se le ha considerado un límite a las actividades belicosas y políticas. Aunque no podemos afirmar que sea valiente quien en medio de una balacera, por poner un ejemplo inusual, un hombre que no esté armado se enfrente a cuatro sicarios con armas largas. Pero ¿podríamos ver valentía en quien armado se retira de un enfrentamiento al percatarse de que está mal parado? En una primera instancia sería ridículo, pues está escapando. Pero ¿no será el mismo peligro huir que enfrentarse a los enemigos? Además, está tomando una decisión, no se está dejando llevar por la circunstancia. Es decir, quien sólo ataca por sentirse en peligro, casi instintivamente, no podría ser considerado valiente. El que se defiende, lo hace con la mira puesta a salvarse y tiene muy poco tiempo para decidir qué le conviene hacer.

No hay que ver en la huida como defensa un modo de la astucia, donde hay que esperar que el atacante esté débil para asestarle tenazmente una estocada. Hay que fijarse qué conviene más, si atacar, defenderse o defenderse evadiendo. Las autodefensas tuvieron que meditar suficientemente sus posibilidades, saber con quiénes convenía hacer alianzas, pues si no lo hicieron, si se preocuparon solamente por hacer algo, si pactaron con criminales, parece que les fue imposible salir de la espiral de violencia de la que pretendían escapar. Su situación ha sido complicada, tanto como la del país. La mejor defensa, no necesariamente es el ataque.

Ante un ambiente de violencia, hacía ver el ancestro de los ensayistas, quizá convenga aceptar el modo de vida estoico, pues el sabio estoico no se ve afectado por lo que pasa a su alrededor ni le importa ser cobarde o valiente. Pero Montaigne sabe que esa posición sería casi imposible de consumar en un ambiente bélico, donde es imposible separarse de la vida política; quizá en un ambiente pacífico también sea imposible vivir estoicamente. Por eso, al final de su ensayo XII, dice que el peripatético se enfrenta a sus temores con moderación. El recurso es ingenioso, pues nos hace cuestionar nuevamente su planteamiento, ver que la determinación estoica parecería ridícula, y nos permite cuestionar si en el mundo violento la moderación nos permitirá no defendernos ni atacar instintivamente.

Yaddir

La esfera sin centro

Mentiría si dijera que mi día empezó con la caótica vorágine que todos recordamos en este lado del mundo; bueno, en este… en esta parte del planeta. Pero de que estuve en el centro del torbellino de voces, de gritos y de ese escepticismo que sólo puede sostener la clase más obstinada de necio, estuve. A decir verdad, no creo que haya entendido hasta hoy la gravedad del asunto, ¡menos entonces! Y eso que uno no pensaba en la incertidumbre o la confrontación de nuestros días, pues en aquel tiempo no habíamos recuperado del olvido ni las esferas de Ptolomeo, ni los sólidos platónicos de Kepler, ni los movimientos newtonianos en las órbitas, ni ninguna de esas propuestas que ahora tienen millones de adeptos.

En realidad, aquel día ni cuenta me había dado yo de nada extraño al principio. Me preparé mi desayuno, tomé el metro y crucé el campo del observatorio como siempre. Parecía ser un día claro, cálido, como los de antes. Fue hasta querer entrar que empezaron las rarezas. Nadie me abría al tocar y dentro, las voces alteradas sonaban en una discordia que me hizo pensar primero en el ajetreo de doctores apostando en una final deportiva (pero no había torneos importantes), luego en una discusión apasionada, y quizás en la celebración de alguna festividad ajena. Por fin Gylra me abrió. De verla mi mente empezó a saltar entre las peores imágenes que figuraba. Su expresión era la de una mujer que ha visto levantarse a Lázaro y no sabe con qué vocal empezar a relatarlo.

«Hola. ¿Qué pasa?», le pregunté. No respondió nada, sólo me cedió el paso y regresó corriendo a su lugar, donde su pantalla no tenía las gráficas en las que usualmente trabajaba ella, sino una imagen de apariencia… insípida. Parecía ser una foto del Sol. Repetí al aire «¿qué pasó?».

Yo no tenía en ese entonces poder sobre nadie. Siendo un becario, no tenía ni jerarquía suficiente para ser esperado por alguien importante, ni importancia suficiente para conocer la respuesta a la pregunta que hice. La hice varias veces más. Por fin, el doctor Buhkol intentó explicarme todo apenas me le acerqué. Él siempre me tuvo afecto, si bien era una persona distante. Yo sigo creyendo que su muerte y las muchas otras sin causa aparente tienen su fuente en lo que sea que pasó ese día, aunque probablemente no viviré para verlo comprobado.

Total, que escuché las palabras sin entender las razones. Habría negado todo con un aspaviento, riendo como personaje de alguna obra y gritando que dejaran de bromear, pero la multitud de científicos a mi rededor, lo supe pronto, no estaba solamente agitada; estaba afligida por un terror que los asía desde la médula. El observatorio se había convertido en un barco recién salido de una tempestad que extravió su rumbo, tiró sus mástiles, partió por la mitad la caña del timón y saló las provisiones. Al girar la cabeza uno podía ver a estos marineros desamparados catando mapas estelares que seguían sacando del banco de datos, midiendo, contando, cambiando de una pantalla a otra, hablando con estaciones en otros países (en Europa tenían un video del instante exacto), gritando sandeces. Horas, latitudes, longitudes, nombres de constelaciones y nomenclatura de todas las regiones: recuerdo prácticamente todo menos la rosa de los vientos siendo recitada, referida y vuelta a repetir. Yo era muy joven para entender las comparaciones que hacían mis colegas, pero recuerdo bien que todas les servían para expresar cuánto era esto peor.

Estaba mareado, por supuesto. Estaba aturdido. Lo primero que respondí al doctor Buhkol fue una cosa imbécil. «¡Pero ahí está el Sol!», le dije. Claro que mi objeción me sonaba sensible, sólida, aunque la verdad debe haber caído como quien replica ante la noticia de un fallecimiento «¡Pero apenas lo vi ayer!». Pronto, el doctor me jaló del hombro y me llevó hacia una de las pantallas. «No», me respondió con la voz cortada, «ahí está algún sol».

Tito

Pues sí, Tito se murió anoche en la fiesta. Estaba sentado allí rodeado de sus amigos, de nuestros amigos. Yo estaba con Paola, y pasé la noche con ella. Sin embargo, él estuvo todo el tiempo rodeado de sus mejores amigos. Todos ellos brindaban y cantaban al rededor de la mesa, todos ,excepto Tito que ya estaba muerto.Según dicen que se quedó dormido, y como él siempre se duerme temprano, a nadie el extrañó que estuviera escurrido sobre la silla, que no dijera nada o que tuviera la boca abierta y un hilo de baba cayera al suelo desde sus rancios labios. La fiesta transcurrió con las peculiaridades que son comunes en todas las fiestas: un borracho por aquí, una violada por allá, un grupo de amigos brindando al rededor de un muerto. Yo tampoco me hubiera dado cuenta de que tito había muerto si no es porque, cuando regresé de acompañar a Paola a su casa Tito seguía allí con la misma pose rígida que tenía en la noche. No se había movido nada, y cuando mi perro lo empujó cayó sobre su cara como su estuviera hecho de madera. Supongo que no hay mejor forma de morir: rodeado de tus mejores amigos.

Perfiles políticos

Perfiles políticos

 

Si sonete indecente

Se rumora entre la gente

que el político aprendiz

probablemente sea un desliz

del confundido presidente.

¡Ah, cómo inventa la gente!

Acaso sólo es su amigo,

o el regalo para el gringo,

o anda probando su suerte.

Yo no lo creo confundido,

ni en la intención meretriz;

más bien lo noto tundido

por su corrupto cariz

con ganas de ser suplido

por su bien amado Luis.

 

Joculatoria

Los amores de Javidú

andan cobrando batallas

y en ristre de gandayas

se pusieron al tú por tú

Andrés Manuel de un lado

señalando componendas;

y con presentar las pruebas

Yunes amenazando.

Los trae locos Javier Duarte,

al góber y al candidato,

que se acusan de baluarte

de corrupción y comodato.

Ay, Javidú, no los tientes

a disfrazarse con arte,

que de corruptos parientes

ambos tienen buena parte.

Nota: ¿Por qué “gandaya” y no “gandalla”? Véase la columna de Luis González de Alba en Milenio del 16 de junio de 2014.

Escenas del terruño. 1. Con un nudo en la garganta se lee la crónica que Héctor de Mauleón presentó el pasado miércoles. Describe una escena que va mucho más allá de la cruzada de los niños, más allá de la imaginación de Schwob y Andrzejewski: un grupo de niños de la calle reclaman el cuerpo de una conocida para velarlo y darle sepultura. Ahí donde la familia natural fracasó, sobrevivió al menos un sentido de lo bueno. 2. La inmovilidad protocolaria como disfraz de nuestra desidia es lo que reconoce Sara Sefchovich en la escena del soldado caído en que el presidente Peña Nieto reconoció el honor. 3. Alejandro Hope revisa los números de la violencia y advierte: «dado que el gobierno ya no tiene ni la voluntad, ni los recursos, ni la imaginación para enfrentar el problema, la situación va a empeorar antes de que empiece a mostrar señales de mejoría». 4. Y una buena en la CDMX (¡vaya!): Ley para la Donación Altruista de Alimentos. Lástima que se requiera ley para la buena voluntad; ojalá su aplicación efectivamente sancione los corporativismos.

Coletilla. Mañana a las 11:30 de la mañana, en la Plaza de las Tres Culturas, Emilio Álvarez Icaza se lanzará como candidato independiente -porque él sí es independiente- a la presidencia de la república.

Sapiencia sanchopancesca

Sapiencia sanchopancesca

Sancho Panza no puede recordar máximas y consejos morales, pero sí refranes. Su memoria para ellos es basta, su lengua es hacendosa para repartirlos a los oídos de los demás. El escudero más famoso de todos los tiempos tiene una memoria pródiga, pero que no le sirve para ser buen orador. La educación moral en sentencias le parece un revoltijo y una selva de palabras que no podrá recordar nunca. Dicen los pragmáticos que, por lo general, cada uno ejerce la memoria conforme el mundo le brille. El mar del sujeto, según esto, es basto: cada individuo recuerda lo que puede y desea. El psicoanálisis sirve para desenterrar y encontrar lo más profundo de ella, en conexión con eso personal que se configura en cada quien. Pero ¿qué recordamos? El recuerdo se llena de sensaciones que no podrían ser sin algo que las integre.

El refrán, se sabe, corre popularmente, aunque eso le quita valor literario, práctico o incluso sapiencial. Tiene el tino de acumular en él más de una situación a la cual puede referirse, y por ello requieren del tino de quien los recuerda para entender la situación en algo que captura el momento, pero que no lo discute. Don Quijote dice que la plática desfallece cuando ellos se cuelan en retahíla, seguramente porque más de uno siempre suena a un remolino de enunciados en donde se pierde la pertinencia del refrán. Se dice que los oradores requerían de una memoria educada, puesto que era ésta el único instrumento que podía ser fiel antes de la escritura. Sancho, pródigo en refranes, no sabe leer ni escribir. Muestra que a la memoria basta el lenguaje hablado. Quizá sus refranes suenen a disparates porque él mismo parece darle sentido a los refranes. Su memoria simplemente corre como un río, profiriendo mediante su lengua todas las cantaletas que su sapiencia interpreta dignos del enunciado proverbial.

Nos suena posible que la educación moral, por ejemplo, se haga camino a través de las sentencias. Nuestra experiencia moral y práctica no se articula sin el lenguaje, aun cuando estemos bien convencidos de que el último fondo de la significación y la ética sea el sujeto. Recordamos lo común de las situaciones proverbiales en la adecuación de la palabra. Muchos de nosotros no sabemos cómo exhortar a evitar la pereza matutina si no es recordando el modo en que eso nos da el favor de Dios. La jornada empieza temprano para quien no cesa en buscar al Señor. Pero también puede ser que simplemente creamos que Dios nos favorece por ser “chambeadores”, porque eso es muestra de la honestidad y la valía humana en general. Modernidad y cristianismo como dos caras de una expresión. La palabra articula nuestra experiencia, pero esa articulación se da desde cada lugar. Recordamos las palabras elementales, precisas para una situación, y nuestra expresión da el fruto cuya semilla cuida el alma.

Parece sencillo juzgar la rusticidad de la expresión y juzgar que de esa rusticidad proviene la bajeza del alma. El refranesco Sancho Panza nos instiga a salir de esa comodidad al mostrarnos que una buena memoria como la suya, memora de iletrado, sirve para gobernar y juzgar. Nuestro apocamiento aristocrático reduce inmediatamente su rusticidad y buena memoria a algo insólito, único o, en todo caso, a una muestra de la igualdad de las capacidades. Nos agarra su practicidad de noche. Desafía la idea de los letrados como ideólogos de la práctica. Nos abre a notar esa verdadera y engañosa igualdad en la naturaleza: las aspiraciones altas residen en lo que parece caóticamente rústico, simple, risible. Puede que la memoria de Sancho viva a chorros de sutilezas, pero esos chorros de abundancia que rayan en el absurdo, único resquicio del lenguaje en el escudero, muestran eso: la abundancia en la efigie de pobreza. Sancho requiere de que le lean las sentencias cuando las necesite: que sean esas lumbreras que son los refranes para la memoria, presencia en el momento del auxilio. El buen natural de Sancho se muestra en expresiones sobre el valor que le ve a su alma. Por eso lo práctico y el lenguaje, el ejercicio de la memoria delatan su unión en la sencillez. Todos parecen caber en el corazón de Sancho Panza, pero también parecen ajenos.

Tacitus

Sin fronteras

Los viajes siempre han tenido un significado muy importante. Anteriormente eran embates que ponían a prueba los esfuerzos humanos. Odiseo estuvo a la deriva durante años. Cada viaje era un desafío para los marineros; no sabían si regresarían a su hogar. Los oleajes  y tormentas marítimas escapan al dominio o predicción humana. Nadie sabía ni quedaba a salvo de las decisiones de Poseidón. Ahora los viajes representan una apoteosis humana. Los radares y parafernalia satelital auxilian a los hombres en sus travesías. Los muros han sido derribados, las enemistades quedaron desvanecidas, y los aviones aterrizan en las terminales. Los dioses no designan la guerra; los diplomáticos se sientan a negociar la batalla entre los hombres.

Los viajes se han normalizado, aunque no las anécdotas derivadas de ellos. Pese a no ser tan baratos para volverse cotidianos, es fácil conseguir un boleto. Ya no es una afición exclusiva. Sea por tierra o entre los vientos, en las últimas décadas la clase turista se ha engrosado. Turistear es lo contrario a residir. No sólo pasa mayor tiempo en un lugar el residente, sino que su modo de vida lo decide ahí. El turista es un observador entusiasta. Con las costumbres sólo se deleita, al igual que lo hace con los costas hermosas o los sitios extravagantes. Las ciudades y sus peculiaridades le provocan suspiros de asombro. Dicen que no hay mejor dinero gastado que viajar o invertirlo en experiencias. De ahí que viajar se vuelva atractivo para los estudiantes; la oquedad de la juventud párvula se completa con las experiencias. Con los años y las remembranzas, la fruta verde empalidece.

Es un puesto privilegiado ser el contemplador. El gozo por el retablo se saborea mejor teniendo cierta distancia. Sucede lo mismo con el estudiante en el extranjero. Además del placer de estar más preparado, haber hecho más carrera profesional, tendrá historias fascinantes para relatar cuando vuelva. Su conocimiento se habrá engrosado con todo lo que vio. Escabullirse entre los callejones le hará sentir empatía por el pueblo y sus prejuicios son los primeros en resentir el efecto. Bajo el día soleado, el golpe sosegado de la brisa anuncia aventuras en el horizonte. La nave explora y explora hasta arribar a puertos seguros; las andanzas son felices en el archipiélago de Circe.

Examen de consciencia

Un buen examen de consciencia se traduce en gratitud hacia el Creador. Con el examen atento de lo que somos vemos que venimos del polvo y en polvo nos convertiremos, nos sabemos frágiles cual estatuillas de barro, que con facilidad se quiebran, pero también vemos no dejamos de ser soberbios cada vez que somos incapaces de mirar a los pies que nos sostienen. Nos examinamos constantemente y al tratar de dar cuenta de nuestros actos y pensamientos lo que surge muchas veces es el desencanto de ver nuestro real reflejo, nos reconocemos en nuestros encadenados a nuestros errores y con disgusto aparatamos la mirada de ese cruel reflejo. Pero el disgusto no da cuenta de un buen examen de consciencia, porque el buen examen no sólo ve lo que está errado, también reconoce la belleza contenida en el alma contrita y sedienta por saber de Dios y atenta a la mano amiga que el Salvador le tiende desde la desgarradora imagen del hijo de Dios crucificado.

Cuando hacemos un buen examen de consciencia, nos sabemos criaturas salvadas por Dios y vemos que entre todas las gracias que nos ha concedido están la vida y el libre albedrío, de tal forma que podemos elegir entre las cadenas de la muerte y una vida pecaminosa, o la salvación de mano del más fiel de los amigos.

Maigo