La tempestad del silencio
A la política nunca le falta la razón. Le puede faltar la razón correcta, mientras vaga en el mar de la justificación que es incomprensión. Por más que fracase y que requiera de pensarse para su comprensión, nunca le hace falta la razón. Puede estar vinculada al crimen, a los dogmas liberales de manera que la autocrítica se convierta en una grave falta cuyo lenguaje sea la censura o la represión, pero no le faltará la razón. La dictadura, que es el mar de la sinrazón en medio de la tempestad del homicidio y el poder, tiene una razón. La presencia de la fuerza necesita de la razón, y por eso el Estado puede ser un pacto. Ni los pensadores modernos renunciaban al pensamiento político en la dictadura. La vida moderna requiere de razón ante las razones equivocadas. Ante el cataclismo, pide de la razón que puede tener incluso la compasión. Porque en todo acto humano hay algo de razón. El vicio no es animalidad, sólo el acercamiento a lo irracional, la degradación de la razón con las razones equivocadas. Tener razón en la práctica no equivale a imponerse. El mal es banal por parecer gratuito, por ser una desmesura que se repite abiertamente. Modernamente, no nos libramos de la pasión ante el enfrentamiento con el mal. Por eso la política podría parecernos cuestión pasional. Por eso modernamente pedimos de la razón para controlar tiranos. ¿Qué pasa cuando la razón se nos ha vuelto un ídolo y no es la verdad de la experiencia política?
Como verdad de la experiencia política, la razón no puede cerrarle el camino al amor. Es decir, no puede decir que la política sea ajena al acto amoroso. Idólatras somos cuando creemos que la práctica tiene la razón en sí, por eso renunciamos a la verdad en nombre de la fuerza, pero cobijados por la sensación de la verdad moral, tan cómoda al ídolo como es cómoda a nuestro ego. El laberinto del amor y la verdad puede, por un juego moral de espejos, parecernos una extensión del orgullo. Pero nada nos muestra tanto la diferencia como la obra: no hay un modo de actuar definido para el hombre; el amor no ha sido impuesto como un imperativo. De hecho, amar es indeseable para quien no está dispuesto incluso a ser tan radical como para llegar a entender que amar es dar también la vida. La idolatría de la razón es también un modo de la tiranía: lo muestra muy bien el horror de la guerra. No somos idólatras en tanto que pedimos razones; los somos en tanto que estamos convencidos plenamente de que ellas se dan en lo que vemos.
Por esa idolatría podremos estar convencidos de que la unidad depende de la identidad de un odio común, absurdo que termina atropellando la seriedad. Por la misma idolatría podremos estar convencidos de que el cambio político en las democracias está viciado, o que depende de una solución a corto plazo. Pero si la política no carece de razón, es porque exige que veamos lo perenne en lo transitorio de manera acertada. Una democracia funciona dentro de sus propios límites, que están marcados por el ciudadano y el poder. Si nos cegamos a lo que lacera nuestra consciencia moral, no habrá posibilidad de evitar la idolatría y, por ende, la tiranía será constante. Lo que realmente lacera nuestro ser es nuestra ignominia. No la falta de dinero, ni de progreso (que ese sí lo hay, de uno u otro modo), sino lo que el mal ha hecho en nosotros. Todo es parte de esa lógica en que nuestra vida está amarrada, con todas sus convicciones más cotidianas. Lo que la razón común parece exigirnos nunca deja de ser contradictorio: mantener un estilo de vida que ha sido impuesto y que deja de lado otros mejores y hasta más prácticos también nos aleja de los excluidos de nuestra consciencia y de nuestra vida. Por eso la razón es idólatra cuando se vuelve ciega, cuando se aliena de la verdad práctica que es el fundamento para pensar la posibilidad de la ética en la buena vida. La verdad de la práctica muestra algo que moralmente no se ha de permitir, si se aspira a lo justo: el otro no puede valer nada, absolutamente nada, como para pagarle con la nada injusta del olvido. Sólo el amor asume ese ir en la nave entre el crispado mar cuyas aguas son el elemento de la amnesia.
Tacitus