Dimensiones del hombre
Todo hombre tiene una dimensión tripartita. No me refiero a la extensión y los límites de su materia, aunque ellas formen parte de su identidad. Cuando decimos conocer a alguien lo decimos en más de un sentido. Conocemos a alguien cuando lo hemos visto y recordamos su rostro y su figura. Pero también de los rostros, voces y expresiones que conocemos una vez tienen la paradójica cualidad de no ser “conocidos”. Es decir, que por ellas no conocemos a la persona del todo. Nos referimos a un conocimiento que no necesariamente brota de la amistad, sino del trato. De esas dimensiones que son la obra y la palabra. Y también existe esa tercera dimensión que a muchos nos gusta llamar interioridad, pero que está mejor nombrada con el pensamiento. El hombre puede pecar por esos tres medios, además del de la omisión. ¿Por qué lo que no hacemos puede sumársele a los otros tres aspectos que parecen determinar lo que somos, al menos para conocimiento de los demás?
La palabra nos muestra al otro no sólo por medio del tono vocal sino por medio de lo que la palabra muestra de nuestra vida entera. Si la expresión puede ser materia de pecado es gracias a que no puede estar desvinculada de la voluntad y el pensamiento. Ni siquiera en el caso de la mentira. Mentir es un defecto en tanto no se busca la prevalencia de la verdad como bien. Para ello hay muchos medios, pues cada quien ve de ella lo que puede, no más. Parte de buscar la salvación no puede evitar el cuestionamiento y defensa de la fe en la palabra porque ella nos hace comprender la manera en que es mejor vivir. Por la palabra se accede a la creación, a los principios y a la comprensión toda de los misterios de la fe. Creer en la divinidad de Cristo no es posible si no creemos a la vez en que sus palabras tienen sentido. No es posible creer en la encarnación si le quitamos la racionalidad a la creencia. El pecado de palabra no existe para quien no ve a Dios involucrado en cada acto de su ser, como nos lo enseñó la encarnación. La palabra es acto en tanto por ella el mundo aparece de cierto modo, en tanto es nuestra palabra lo que muestra incluso en la mentira la razón. Quien ve en la discusión de fe el peligro mismo de la fe no ha entendido ese carácter verdaderamente polémico del evangelio que está precisamente en cada hecho y palabra de Cristo. Los errores de la palabra no requieren de erradicación, sino de discusión.
Es más que sabido que la fe se caracteriza por recordarnos que lo importante de un hombre es la acción. En ellas, según sabemos, hemos de creer. Parece trivial, pero ahí radica, creo yo, en la imposibilidad de afirmar que el cristianismo se basa sólo en afirmar que entiende a todos los hombres a partir de un ideal. Es la falacia del cristianismo moderno, cuya otra cara hace de la fe lo único necesario para la posibilidad de la religión. La realidad de Cristo nos enseña a creer en las acciones y a no juzgar todo con la piedra en la mano. La incredulidad de la palabra no es misología, sino todo lo contrario: pecar por la palabra es posible en la medida en que hay expresiones piadosas. Pero la palabra no es el medio principal por el cual la voluntad hace presente su deseo. Si juzgamos las obras, podemos indagar el fin a la luz del bien. Creer en las obras es la enseñanza cristiana que nos permite concluir que las falencias del hombre se juzgan a la luz de lo humano y lo mejor en Cristo. Cristo sin humanidad asegura la irrelevancia de la obra. El autoconocimiento debe ser de lo que somos en relación con el mundo entero, y por ello es lo más difícil. Sin ello no podemos saber de lo que es bueno para nosotros, mas que en un sentido limitado. Las obras permiten saber de la fe de un hombre en tanto muestran la capacidad de cumplir esos mandamientos de amar al prójimo y a Dios. Quien actúa pensando que cada obra le ha de retribuir por su bondad un lugar en el cielo no ha entendido el verdadero sentido del Reino de los Cielos.
Afirmar que la consciencia es la interioridad desconocida es peligroso. Nadie ve la interioridad, pero eso no quiere decir que no tenga voz en lo que sí se ve. Por eso las obras son importantes y en ellas se cree. La omisión nos hace pensar que la fe es una cadena que nos ata al puritanismo. Pero el verdadero puritanismo existe en la moral que sólo ve en la fe lo separado que está el cielo del hombre. Dicha separación en el cristianismo se muestra en el amor; en el amor no sólo de quien busca la salvación como erotismo (que no sexo), sino en la misma persona de Cristo. Es decir, la separación se nos ilumina a través de la unión. Lo pasajero de la carne no es en ningún sentido el exorcismo de las pasiones. La posibilidad de la omisión nos muestra que hay faltas al amor. La omisión completa el cuadro en tanto es el espacio que dejamos abierto a la falacia, el temor y la necesidad, contrarias al amor como virtud de fe. Por eso la separación del hombre y Dios es la muestra preferida de los omisos. El evangelio nos dio también lecciones ejemplares de psicología a partir de Cristo.
Tacitus