Radicalidad
Quizá lo peor del mal es que no parece un misterio. Que, a pesar del relativismo, que es una especie de moralidad, invento de ese último hombre que describió Nietzsche, su nombre permee las cosas que negamos categóricamente, complicando la posibilidad de ir con tiento en las cuestiones morales, pues eso es lo que necesitan las más de las veces para iluminarse. No parece un misterio porque, como más de uno dice, es obvia la conexión entre la voluntad natural, con tendencia al egoísmo, y los actos que nos condenan ante nosotros o, como pasa más recurrentemente, ante el ojo público. Lo malo aparece gratuito, y esa gratuidad nos lleva a preguntarnos por las miles razones posibles que lo originaron. El bien no logra eso. El bien nos atrae de manera distinta. Como si, a pesar de lo normal que nos parezca el horror, nunca acaba de sorprender, de ser justificado. El mal no tiene aspecto de misterio porque requiere de justificación racional. Terminamos, por eso, en el maniqueísmo ortodoxo que maquilla la imprudencia: llámese verdad efectiva, llámese oposición natural entre el bien y el mal.
La erradicación del mal por la fuerza es una ilusión peligrosa. No porque el hombre no esté posibilitado para conocer el bien, sino porque la fuerza omite esa posibilidad. La guerra contra el narco fue un gesto moral que ubicó mal la urgencia política: la inútil violencia, ciega como hija de la fuerza, que sigue resonando mientras el problema sigue intacto. La corrupción del estado lo muestra inútil, al tiempo que muestra nuestra propia participación del mal. No podemos ser ajenos, en ningún grado, a esa presencia. Esa no es justicia. Nuestra enajenación sólo demuestra los efectos de la fuerza. Dado que los tiempos no dan para más, que hay que seguir el camino que la necesidad y la circunstancia nos otorgan, hacerse ilusiones es otra inutilidad. El mal siempre tendrá el rostro de la justificación, que es el lenguaje de la omisión. No podemos atribuirnos el control total de la situación; ante el mal, la esperanza es justicia que no se convierte en ingenuidad. La democracia no seguirá en tanto se siga creyendo en esa mala lectura que hace de lo carnal, como de Sancho Panza, la simpleza eterna del hombre. No sólo de pan vive el hombre, y eso se refiere a todo hombre.
¿Cómo pensar el perdón ante lo horrible? ¿Cómo, ante toda forma del horror, ante la patencia del mal, puede el perdón no ser sólo otra forma de la omisión? ¿Por qué si el mal no tiene forma de remediarse, vale la pena buscar el perdón? No es fácil decir que el límite es claro, porque la precipitación es más fácil aquí que en otros lados. Hasta donde puedo ver, hay un error en suponer que el perdón es una especie de aminoramiento del horror. El perdón debe tomar en toda su dimensión al mal, puesto que de otro modo no se podrá saber la razón por la que el perdón se otorga cuando no es merecido. No habrá omisión si el perdón atiende no sólo a la paz personal, al olvido del dolor que el pecado siembra en nuestro corazón. Brota del amor porque sabe de lo humanamente complicado que es. Acto radical de amor atreverse a besar la mejilla de los injustos porque nos iguala a ellos, en una condición común, aunque no necesariamente en las acciones. Eso es todo lo contrario a la sumisión. La justicia pide del castigo en tanto consecuencia, que a fin de cuentas busca ser un tipo de pedagogía. Sospecho que la reflexión en torno a la justicia nunca se completa cuando no se integra el elemento que la desequilibra las más de las veces, pero que también puede mantenerla firme: el amor.
Obituario: no he tenido el gusto de leerlo a fondo, pero pienso, lector, que llevar un oficio de peligro al grado de mostrar dicho riesgo constante en cicatrices reales, es algo que debe recordarse por nosotros. Hay quienes nos recuerdan que la vida y la valentía pueden todavía mantener la verdad en este mundo de sombras que nos dan las verdades históricas y los silencios oficiales. Que la muerte de Sergio González Rodríguez nos lleve a buscar esa posibilidad en las palabras que dejó.
Tacitus