La sangre de la política
La libertad de expresión se aplaude, y también se sufre, en la tolerancia. Se sufre en más de un sentido evidente: la contradicción y la pugna de opiniones, que no son diálogo ni conversación por el sólo hecho de estar formadas en la palabra. Se dice que parte de esa libertad debe ser la posibilidad de insultarnos. No sólo el escarnio de opiniones de rostro general, sino también la ignorancia del otro pueden vestirse con la individualidad. Más allá de la paradoja evidente de la tolerancia, debe ser claro que nuestros pudores, nuestros amores y obsesiones están implicadas a la hora de relacionarnos en la palabra, aunque dicha relación sea fallida o, mejor dicho precisamente porque las más de las veces lo es. Nos gusta reírnos de las cortesías que guardaba la gente de años atrás. En la supuesta preocupación que tenemos por opinar, se oculta también la ferocidad que hay hacia la palabra de los diferentes. Llega eso al grado de sentir que hay un destino, una salida pragmática, ante la cual la palabra tiene que ser sirvienta fiel. Esa es una paradoja de la democracia que, curiosamente, es la misma que la puede sacar adelante y mantenerla; es la paradoja que permite pensarnos en las pugnas, en el escarnio, en la palabra pacata, para reconocer la verdad en lo democrático, no para denostarlo únicamente. La paradoja política de la tolerancia no puede desanimar a un demócrata, porque sabe que la palabra nunca será todopoderosa.
Esto implica que la bajeza, la incivilidad, la parquedad de los escenarios políticos presentes siempre permiten pensar acerca de la tiranía y su injusticia. En la bajeza podemos revelar dialécticamente la manera en que nuestras inclinaciones se ven sin vergüenza vociferadas en el insulto, notando nuestra tensión por no poder sentirnos ajenos a la causa política que defendemos. La incivilidad no sólo se muestra en la farsa del patriotismo, sino incluso en la educación que existe en la indiferencia. No nos damos cuenta, pero silenciosamente la existencia de un perfil virtual en donde se proyecta la imagen del escenario social, como supuesta extensión de la convivencia, no nos ha hecho civilizados. Creo de hecho que tiende a la incivilidad. La parquedad de nuestra comprensión se refleja en la imposición de la necesidad, obviando el terrible conflicto que implica introducir y pensar lo que la necesidad es para la política. La práctica requiere de una sabiduría en donde la univocidad no es garantía de la verdad. Nunca hay univocidad en la práctica, en realidad. No es imposible aspirar a la civilidad, al saber y al carácter. La política se caracteriza por haber hecho generales las tres cosas, y también por hacerlas equivocadamente exclusivas. Por eso la democracia puede ser más que el sueño romántico o el espanto de los monarcas, superando la mera posibilidad de pensarla como un eterno dilema entre ambas partes.
La palabra tiene en ella misma algo que parece a veces una maldición para intentar comprenderla. En su etimología lleva algo que todos llevamos (pocos se preguntan la razón) a la máxima oscuridad de llamarle pueblo. Y así también se duda poco cuando se habla de la voluntad del pueblo. El silogismo parece fácil. El mismo Hobbes nos dio la imaginación para pensarnos políticamente modernos, aunque la imagen ya no sirva en el mismo sentido que él propuso: el estado, el gobierno debe operar conforme a la voluntad de más de una persona, porque es imposible llamar gobierno a las decisiones que tomamos para nosotros únicamente. Pero es oscuro lo que el pueblo sea. Si son sólo los pobres, queda el problema de por qué debe gobernar la voluntad de un sector de la población (suponiendo que exista una voluntad para todos ellos, lo cual es falaz), definida sólo a partir de un criterio económico, y no necesariamente político. Dirán lo que quieran acerca de los abusos históricos de los ricos, pero, otra vez, no puede decirse que ese no sea un abuso mismo de la historia. ¿No es la democracia, en todo caso, la que debe mostrar que el carácter social o económico no es lo relevante a la hora de elegir a quienes tomarán las decisiones? ¿No es esa ya una decisión al respecto del destino próximo que se desea para sí mismo y para su propia tierra? No termina por ser una evidencia que la injusticia, la ignominia sean peligros que se corren en hace de la democracia un concepto derivado de manera tan sencilla de la relación que hay entre la ciudadanía y los representantes de ella. Tenemos una democracia incipiente porque confundimos la esperanza con la imposición de una dialéctica oscura, halagadora en su penumbra, que nace y brota de nuestra desesperación, o que presenta nuestra confusión y prejuicios como desesperación irrefrenable.
Si bien fácilmente puede confirmarse que el carácter económico o social no define la elección, debe todavía preguntarse en qué reside lo que todo mundo llama liderazgo en el mundo que abre la democracia para nuestras relaciones. ¿Cómo interpretar lo democrático sin usar esas otras palabras oscuras como el carisma, la presencia? Debe hacerlo quien desee distinguir la calidad política, que tiende a la virtud, de la simpatía. No es un análisis meramente psicológico al estilo moderno, sino que debe ser una reflexión en torno a la retórica y su manera de acercarnos o desviarnos de la verdad. No basta con decir que el liderazgo es natural. Hay que entender en qué consiste su naturalidad y cómo ello es sólo una cualidad política que a veces se estanca sin la verdad de su lado. Por eso la pregunta moderna en torno a la política no puede ser ¿cuál es el mejor régimen posible para el hombre, ser político por naturaleza?, pues se argumenta que lo mejor es un invento de quien no conoce bien al hombre. La pregunta por el mejor régimen es algo que le urge a toda democracia, pues sin esa guía nunca podremos indagar sobre nosotros mismos, logrando algo de autarquía. Tal vez el error esté en creer que el poder ciudadano consiste en verdad en la expresión de fuerzas que se conjugan: el camino del diálogo requiere que los acuerdos puedan darse como razón, facultad que hace al hombre ser racional y político al mismo tiempo. Por eso la palabra no puede agotarse en una democracia. La injusticia alcanza también a quienes no ejercen directamente el poder político. Esa es la trampa en la que todos caemos. Hasta los líderes.
Tacitus