La hora maniquea
La corrupción parece un laberinto que se cruza a ciegas. La oscuridad es lo evidente. Los sentidos están dispuestos a sentir los muros con los que los pies, el rostro, el aliento en cada jadeo se va topando. El suelo mismo no parece inestable. No es ella el signo del apocalipsis. Esa es la teología vana de los desesperados. ¿Será que la esperanza sólo puede comenzar a sentirse cuando aparece una luz nueva? Es más acertado pensar en que se le considera una virtud constante para la vida del hombre, dado el carácter incierto del porvenir. Por eso el optimismo de la esperanza no es candidez, ni ceguera. Por eso no puede ser injusta en su manera de afrontar al mal. Lo corruptible del hombre es su propia humanidad. No es la pérdida de ella. No es sólo la mala educación. No se corrompe el sentido original del bien, porque ese no existe. El mal corrompe no un buen corazón, sino el deseo y el juicio moral. No lo rebaja de un estado prístino: lo conduce con aspecto de ser deseable. La seducción del mal es tentación, toque de algo, latencia. Se puede decir que abre una herida en la bondad de la vida, que puede pasar desapercibida como herida. Parece, y esa es parte de la tentación, ser sólo una sugerencia de la imaginación, moldeada por la educación de la circunstancia.
La corrupción del estado no es meramente cultural. Alcanza una dimensión histórica, es cierto, pero el nombre de la historia no explica por sí mismo la moralidad. Más que el conflicto del relativismo y la fijeza de lo axiológico, el carácter histórico de la corrupción no puede ser entendido si no nos vemos como seres históricos en ella. Y eso no lo puede hacer la historia por sí misma. Por eso es que la corrupción no es un problema cultural. Tiene que reconocerse que el fracaso del estado es algo que rebasa a un solo mandatario, pero que a la vez cada figura política, incluso la ciudadanía, es parte de la confusión que conlleva todo intento democrático. Existe la posibilidad de apelar al conocimiento de lo eterno en lo temporal porque la corrupción no es, como dije, término de la humanidad. El pecado no es posible sin un rasgo mínimo de humanidad que lo haga exitoso. El fracaso del estado es un problema político porque es también un conflicto moral. No refiere únicamente al fracaso de la clase política, aunque ese sea desde hace tiempo más que evidente y, sobre todo, indefendible. El camino de la democracia debe llevarnos a ver en el ciudadano a la comunidad política involucrada en atribuirse el poder. Cuando no hay comunidad, ¿qué sucede con el poder? La respuesta la tenemos al alcance.
La ausencia de comunidad no se comprueba sólo en la extrañeza que cada habitante guarda entre sí. No es únicamente la fragmentación que ha logrado el poder político. La ausencia de comunidad está en el menosprecio de la palabra. No en la palabra de los intelectuales, que termina infectada del lenguaje de la grilla ante nosotros. Hablo de la palabra del otro en general, lo cual de hecho es causa de lo anterior. En la palabra que es el otro. Se omiten las desapariciones, se prefieren los prejuicios (eso incluye a la familia, al sexo y a la libertad) que impiden ver el dolor y pensar la justicia para los demás, que es, siempre, justicia para nosotros. Se vierte el odio en el escenario de las revanchas y los sueños revolucionarios. Se defiende la oposición con un puritanismo hipócrita, amante del escarnio. Se vive la violencia de la peor manera posible: el silencio, que parece su efecto irremediable, síntoma del sinsentido de la cadena de la muerte; el ruido es hijo del silencio ahora. Ese laberinto de la corrupción huele a sangre de los que no son y deberían ser los nuestros. Vamos a ciegas pero no impedidos. Porque la palabra vive en la corrupción, aunque parezca ser inútil en ese hielo de la indiferencia. La esperanza sabe que el hombre no hace milagros, pero vive gracias al milagro mismo. En esas condiciones nuestro maniqueísmo político será el peligro más grande, la tentación para continuar en la ignominia.
Tacitus