Lo bello de leer a Platón, es que no es posible ver qué es lo que piensa.
A veces, sólo a veces, y cuando se tiene la fortuna de atrapar algún milagro, el lector puede darse cuenta de lo que él mismo piensa adentrándose en el mundo de sus propias ideas. Pocos son los afortunados que logran tener en sus manos la volatilidad de una idea.
Cuando leemos a Platón, y nos encontramos entre varios para conversar, no falta quien ya se sienta como cavernícola liberado, pues ha comido el loto que lo hace repetir algunos pasajes, de ciertas conversaciones, no de todas porque no todas las charlas ajenas le interesan.
Tampoco quien prefiera indagar en las profundidades del pensamiento, para al final del suplicio de saberse equivocado poder contemplar la verdad, sin grandes posibilidades de compratirla, aunque sí con el deseo de poder revelar lo que encontró en los mundos que por él fueron explorados, y que para los demás parecen sumamente fantásticos.
Y supongo, que entre los diversos comentaristas, habrá quien prefiera dedicar su vida a ser éxistoso, en un mundo que ya no contempla el bien y nada sabe del mal, porque tras la lectura del filósofo aflora lo que ocultaba tras la piel de hombre con la que se cubrió todo el tiempo.
Sin importar qué clase de cavernícolas somos, Platón se nos escapa cual Odiseo escurridizo, navegando y naufragando mientras encuentra su hogar. Y nosotros parecemos sucumbir, ya sea con el canto de las sirenas o ahogados bajo las ondas del anchuroso mar
Maigo