El estrecho moral
Es común olvidar que la discreción no es apreciada por los indiscretos, así como la prudencia no brilla como el oro para los apresurados, que se sacian con el cobre del error. La mayor parte de nuestras mentiras parecen inocentes porque nos complacemos en ellas. Hay candidez en la manera de contárnoslas, de elaborarlas, de seguirlas. La verdad moral nunca irradia inmediatamente sobre la inteligencia porque no depende de la percepción del ojo o el oído, aunque sean ellos los recursos para elaborarla. Por eso no es raro encontrar que la idea de lo pasional en el hombre se debata entre la intensidad y la moderación. Hay quienes rebaten dramas eróticos y quienes los aceptan acaloradamente, sufriendo siempre la inevitable consecuencia de los dramas: se ven en ellos. Esa es una asimilación moral. Por eso todo mundo corre a juzgar el arte poético a partir de la historia, la costumbre, la moda o los problemas personales del poeta. La asimilación moral más primitiva consiste en reconocer que las narraciones y la literatura hablan como lo hace una bitácora. Hay quienes están tan seguros de esa distancia entre su vida y los hechos de un relato que, dicen algunos, requieren de una intensidad desgarradora para que su esperanza ciega sea un poco sacudida.
Pasa desapercibido el arte de mirar las tormentas suaves de los problemas comunes. La sapiencia, se podría pensar, entra primero por cauterización. Pero, ¿no es ya algo doloroso el equívoco que se trasluce en nuestros juicios sobre la vida de los demás? La pasión también existe sin la necesidad de la tragedia. La comedia puede ser más que una enseñanza sobre lo deplorable y decadente que es el mundo. Puede enseñarnos la gracia del error constante en torno a nuestra propia naturaleza. Más allá de mirar la desgracia de la soberbia, nos ayuda a entender nuestros tropiezos en ella, sin exagerar hasta el suicidio de la vida burguesa. La discreción es un rumor que no alcanzamos sin mirar nuestras impresiones sobre los demás, que son el ingrediente principal del conocimiento moral, que es conocimiento de las costumbres en tanto ellas son maneras de lo humano. Ver más allá de la moda es la verdad del conocimiento moral.
Lo pasional de un enredo amoroso no reluce sólo en la tormenta. Los enredos son pasionales porque involucran los sentimientos de superioridad, la estupidez, la reticencia y el desconocimiento de uno mismo: las tropelías de la imaginación alrededor lo que es el buen sentido para el amor, que siempre es el personal. El secreto que aguarda ser descubierto se escabulle en nuestras propias narices. Las costumbres amorosas, entre la cursilería, los celos inconfesos y los reclamos a la dignidad muestran la bondad en lo risible. La intriga puede existir en medio de hombres civilizados. El hombre burgués extiende una risa complaciente ante la mera imaginación de lo anticuado que resultan los cumplidos, la deferencia social, y se acomoda plácidamente entre la libertad que el “descubrimiento” de su sexualidad conquistó para él. No sabe que ese dogma no puede eliminar la posibilidad de aprender que la discreción es, más que control de la privacidad, conducción adecuada de nuestras relaciones.
Esa conducción quizá sea, paradójicamente, lograda a partir de lo que muchos considerarían indiscreto: la mirada atenta. Por eso el mejor moralismo está envuelto en las miradas amplias, que rebasan el reojo o la captación inmediata. Inteligencia para la moral es inteligencia para las pasiones en tanto se entienden ellas incluso en la simulación del otro. La costumbre se convierte así en más que un acoplamiento a la regla de la tradición. Por eso reflexionar sobre ellas para mostrarnos su banalidad o su torpeza nos ayuda a conocernos, aun cuando nos sentimos ajenos a toda costumbre que se vuelva trinchera en el prejuicio, estando siempre a la vanguardia. Nuestra mocedad moral halla en los mejores espejos el revés de sus propias medidas, si se sabe mirar bien a los hombres, mirarse en ellos. Influimos en las vidas de otros; es irremediablemente ciego quien no lo reconoce. Nuestros juicios de los deseos, de los amores y odios de los demás demuestran nuestra posición moral. Eso hace que el amor sea siempre el escenario primordial de nuestros prejuicios y desaciertos; el amor en el que todo puede ser equivocadamente teatro del fuego en que nos consumimos por el despeñadero de la razón, o hielo en el que patinamos con nuestras irreverencias, e incluso bosque en el que caminamos en círculos por no saber marcar nuestros pasos. Tropezamos con el error de pensar que acertar es controlar la verdad sobre los demás y sobre nosotros, siendo a veces miopes ante nuestros propios sentimientos, apresurándonos y retrasándonos en ese camino que compartimos con otros. La discreción sabe leer la pasión en más de una clave.
Tacitus