Una muerte radical

Una muerte radical

Estaba detenido, de pie, absorto en torno a un suceso mundano, tanto como puede serlo cualquier cosa que nos sorprenda. Digna de sorpresa era también esa pausa. No era la prisa su costumbre, no gustaba de cortar el viento con prisa negligente. Miraba encogido el suelo. Había tirado un montón de papeles por la torpeza de sus manos, que no se alineaban con su control impuesto. Le sorprendió la presencia de una hormiga, que parecía huir de todo ese ajetreo al que era ajena, pues eso hace la organización colonial de esos insectos que sirven a veces de espejo científico detrás de una vitrina. Era sorprendente porque estaba en medio de la calle. Así no se comportan esos animalejos. Él no era dado a sorprenderse. Tal perplejidad podía ser interpretada como parte de su torpeza burocrática. Olvidó por un momento el nerviosismo que le había arrebatado la estampa señorial que la daba el saco color azul marino que portaba. ¿A dónde iba esa maldita hormiga? No podía ser solitaria. Su memoria lo atacó con el recuerdo de una película: la otra mano trémula, emoción disfrazada de seriedad, que recogía sus papeles caídos debido al choque empalagoso y totalmente accidental de dos caminos. Ahora sólo estaba esa hormiga, que no daba mirada gentil y que no fingía tierna demencia con los ojos en pugna entre el suelo y su rostro. Se dirigía extenuada con su alimento a su refugio.

Se levantó en cuanto terminó de levantar aquel desastre. Perdió de vista al animalito. Recordó lo que lo apremiaba. Esos papeles eran importantes para su jefe, que lo había llamado con esa voz imperiosa que ya había identificado como signo evidente de su apuro. No sabía qué los hacía importantes (o al menos fingía no saberlo), hasta que los vio regados como agua y no pudo entonces inventarse versiones secundarias. Nombres, ubicaciones, teléfonos, rostros, debilidades, preferencias. Regresó el nerviosismo que lo había conducido a ese accidente en primer lugar. Pensó en la manera de justificar su retardo.

Estamos contigo, mi Henry- espetó Javier, que lo había encontrado justo a punto de renovar su nervioso paso rumbo a la ubicación de su jefe.

Javier era un antiguo conocido, compañero de la preparatoria y la licenciatura, pero nunca pudo llamarlo su amigo. Lo había abordado con esa frase publicitaria que Enrique (Henry) había propuesto como slogan de su jefe y de toda su empresa. ¿Estaba ahí de nuevo ese viejo sarcasmo por el cual él nunca consideró reducir distancia emocional entre ambos, con esa frase que parecía mostrar algo de conocimiento de su trabajo por parte de su excompañero? Sólo él y unos cuantos más sabían o creían saber lo que hacían. Sólo él y su equipo se sabían creadores de aquella frase.

-Parece que tú también eres víctima de la publicidad- respondió Enrique, buscando la manera de encarnar esa sospecha suya en un intento de regresar lo que le pareció una burla en torno a su espíritu corporativo. Y sonrió para sí, al tiempo que mostraba una mueca que era una farsa de bienvenida. Su respuesta obedecía a que Javier siempre se creyó limpio de todas esas aspiraciones modernas que compartió su generación. Estudió, decía, para sobrevivir, pero no quería cambiar las cosas, y eso, según decía, era lo que lo hacía distinto a los demás. No tenía ambiciones del tamaño de sus compañeros, por lo cual no podía entrar en esa lógica que se convierte en depredación en el momento de competir curricularmente. No se decía realista. Creía, según dijo en más de una ocasión, que el realismo era parte de una dialéctica que debía rebasarse, para no ser esclavos del mundo moderno. Eso lo sabía bien Enrique, quien se acomodaba ahora el cabello engominado, revisando, sin espejo, que su peinado estuviera aún formado para el momento fotográfico de ingresar por primera vez en el día al recinto de mando. Por eso su respuesta le divertía, al tiempo que le permitía pensar en su ligera revancha con placer.

Pero Javier lo abrazó, como si estuviera dispuesto a olvidar esa lucha relampagueante entre egos. Él sabía que Enrique no podía hacer nada para vulnerarlo moralmente mientras siguiera sirviendo a ese aparato laboral.

-¿Qué haces mirando hormigas, cabrón? ¿A poco estás renovando la burocracia introduciéndole momentos dramáticos de autognosis y reflexión?- le respondió mientras le estrujaba la mano, terminando el ritual tradicional del saludo familiar, amistoso, con un tono que además del sarcasmo reiterado lo hacía convertirse en una especie de juez, como si leyera todo a la manera de quien dialoga con un narrador omnisciente.

Le sorprendió que hubiera podido notar su nueva afición. Se preguntó si había alcanzado a observar el desorden con los papeles, además del contenido de cada hoja, y sólo alcanzó, el nerviosismo ahora convertido en un capullo para la vergüenza, a responderle con poca amabilidad:

-Nada, iba yo a entregar algo; eso fue accidental, no seas mamón- terminando con una risa nerviosa, que evidenciaba su deseo por despedirse de inmediato, pero con cordialidad. No podía traicionar el espíritu de esa frase, creada por él mismo, y mucho menos en frente de ese juez espontáneo que aparecía para recordarle eficazmente el asco y el vértigo que él mismo había sentido al momento de ver esos papeles de cerca. El mismo asco que lo hizo distraerse fácilmente con el paso de una hormiga solitaria. Un sonido metálico poco conocido por él le hizo el favor de terminar abruptamente aquella primera conversación. Sintió una férrea presión en su vientre.

-No te muevas, y no cambies de semblante- le dijo Javier mientras sostenía lo que parecía un revólver, una extensión de ese ego calmado y alegre segundos antes. La calle era poco concurrida. Sólo estaban ellos dos y la hormiga escondida en alguna grieta cercana, quizás.

-Quizá por ello la hormiga podía caminar sin temor- pensó, mientras el escalofrío recorría su ser. La piel se le erizó. Controló el temor de sus manos. Javier lo hizo caminar en línea recta por un callejón cercano, mientras lo abrazaba.

-Sabes bien lo que haces- volvió a decirle el del revólver. –Esos papeles no van a llegar a ningún lado. Pensé que eras más inteligente, mi Quique. Pensé que tú eras quién movía secretamente los hilos en la mente de tu jefe. Sabes que la dominación es un teatro, ¿no? Es una mentira radical que tiene que terminar. La burocracia no seguirá metiendo las narices hasta en nuestra privacidad-. El revólver hacía una sátira de sus palabras. Pero parecía que eso no le preocupaba. Con un tono de jactancia, le dijo en voz queda y soltando una débil carcajada, como si hablara solo: “¡Mírame queriendo cambiar las cosas!”.

-¿Para quién trabajas?- terció Enrique.

-Todos y nadie sabemos para quien trabajamos. El rostro de nosotros está en cada uno de los demás. Abolir la ilusión del éxito es desmentir tu felicidad. Estamos contigo, ¿recuerdas? Lo acabo de decir, Henry.

-¿Qué tiene que ver tu perorata nihilista con…?-

-No seas imbécil. No hago esto como terrorista. No pienso ir en contra del sistema sólo por robar una bola de papeles-.

El callejón terminaba en un estrecho paso entre dos casas, que daba hacía un amplio jardín en el que tampoco había nadie. Lo había alejado lo suficiente de su jefe para que nadie oyera un posible disparo o enfrentamiento. Su teléfono sonaba. Intuyó que era una llamada para apurarlo. No podía contestar. Estaban frente a frente de nuevo; él sostenía el arma con vehemencia todavía.

-La pistola sólo es teatro ¿No me pusiste atención? ¿Qué más te hubiera jalado hasta aquí? El éxito se ve bien en ti, Quique. Seduce como una puta, ¿no? Apuesto a que no sabías que tu jefe es también el mío. Es mi padre. Esta es su pistola, de hecho. Le inserta más dramatismo al asunto. Te gusta todavía el teatro como en la escuela, supongo. Ni cuenta te diste del parecido. Te confieso, aquí, abruptamente, que he pensado en el parricidio, pero no funcionaría de nada. Seguiría en mi rostro, en mi voz. Eso me enfurece más. Te traje aquí para que presencies un finale, como dicen esos que escriben guiones. Tú debes ser el único espectador. Te aviso que no vas a morir, eso te lo dejo a ti. Eso te compromete. Espero que sepas qué hacer con todo, pues por eso eres exitoso, según recuerdo. No son celos profesionales ni familiares. Verás un final digno. Llámalo, si quieres, un mensaje absurdo con doble intención, para que sueltes de nuevo tus papelitos, que parecen un libreto valioso por la manera en que los sostienes ahora. No cambiar nada, en eso está el secreto en contra del éxito-, y la oración fue terminada por el punto final de un estruendo. La sangre de Javier salpicó sus brillantes zapatos. Soltó sus papeles, que volaron con un aire violento que se apoderó del ambiente justo después del disparo. Una mezcla de histeria y miedo incontrolables lo invadió.

Se levantó como el filo de una navaja suiza, rompiendo el silencio nocturno con jadeos, empapado en sudor. Vio sus manos, el techo, el suelo y las ventanas para asegurarse de haber vuelto de esa muerte extraña. Apacibilidad total. Se puso de pie y buscó con la mirada el montón de papeles. Pensó en no entregarlos. Pero su pensamiento se disipó gracias a ese garrotazo de realidad. Un sueño después de todo. Una exageración a partir de un encargo tan simple. El nombre de Javier, el suicida, y su rostro aparecían hasta arriba de esa pila. Supo cómo se fraguó tal sueño. El frío del revólver desapareció. Y como si le hubieran disparado, regresó para cruzar el umbral del sueño.

Tacitus

Sabiduría lacónica

Pedro Páramo es una polvareda. Un torbellino que se alza y sacude la tierra. Nos enteramos de los habitantes de Comala por rumores y recuerdos. Las almas en pena hablan, exclaman y recitan su dolor. Sus lamentos irrumpen en el silencio del yermo. Las visiones del pasado surgen, sin que sepamos por qué; parece que la tierra gruñe por sus heridas. El polvo acarrea un trozo de historia y pasa delante de nuestra vista. Leer la novela es pisar Comala; escuchar sus rumores, ser invadidos por el pasado que es el presente. A menudo se celebra que Rulfo es un narrador prominente. Sin embargo su mérito está en el silencio y en la menor intervención. No es una historia construida esperando a ser armada por el lector. La narración —si tiene— es viva y caprichosa. Habla cuando quiere, calla para inquietarnos. Los fantasmas viven en las páginas y nosotros los atestiguamos.

A propósito de los fantasmas, ellos deambulan suplicando que recen por ellos. No se confunden con la realidad porque en Comala son la única realidad. Sólo hay casas deshabitadas, con tiliches arrumbados, y la Media Luna árida. Paradójicamente lo único vivo son los muertos; el sentido está en la muerte. De sorpresa en sorpresa va Juan Preciado hasta que muere. Conforme descubre Comala su sentido común se desmorona. Que Dolores Preciado, ya muerta, avisó de la llegada de su hijo; que una mujer en rebozo desaparece; que los habitantes salen y se desvanecen. El lector es su acompañante entre los muertos y vive una angustia sofocante. Los espectros pueden parecernos prototípicos o vacuos; peligramos al olvidar que presenciamos rumores. Ni el mismo protagonista lo conocemos con profundidad ni vemos claramente sus acciones. Leemos con desconcierto la obra.

Dicen que Pedro Páramo rescata el campo mexicano. Es un retrato de esa zona marginada. Es un testimonio del hombre rural zangoloteado por la Revolución y las prácticas de ese México. El caciquismo que aplasta al pueblerino, la guerra como réplica que agita y revuelve, la pobreza y candidez aprovechada. En alguna medida es cierto, pero no lo es todo. Comala es rodeada por un halo de misterio. No sólo asustan y sorprenden los sucesos fantásticos. El misterio rige la tierra y hace que sea sabia. A los ojos del citadino puede ser simple o ingenuo. Le parece obvio que si se actúa egoístamente, no habrá consecuencias favorables. Sin embargo el hombre de campo teme a los campos arrasados, a los despojos, a las injusticias, y no le parece tan normal el egoísmo. Le aterra las sombras interiores y, sin embargo, mantiene la mirada de parsimonia. Vive las enseñanzas simples e intuitivas, aunque sabe que hay un trasfondo (uno tal vez inescrutable para él). Así como alza la vista y el cielo le responde cuándo y por qué cultivar, el mismo Cielo lo instruye.