Ciudad partida

Partieron de la democrática idea, los recién revolucionados, de pensar que por fin podía decirse lo que se pensaba y debatirse lo que se defendía. Se agruparon tras los discursos y se ofrecieron razones a caudales. Cuando Porfirio Díaz acababa de dejar el poder en el México del joven siglo XX, se vivió un momento de inusitada apertura. Los grupos con diferentes intereses y posturas políticas empezaron a aparecer por montones. Durante el poquito tiempo que Madero presidió al país, muchas diferentes corrientes además de la que ejecutaba el poder se hicieron sentir hasta que pareciera que todos los que contaran con una opinión podrían ofrecerla a la consideración seria de sus conciudadanos. Públicamente, estas corrientes se proclamaron como distintas convicciones al respecto del mejor modo de gobernar y de la mejor vida a la que aspirar: el Constitucional Progresista, el Colectivo Nacional, el Popular Evolucionista, el Liberal Rojo, etcétera. Estos proyectos políticos pretendieron ser partes de una comunidad política que dialogara, deliberara y tras la confrontación, eligiera qué conviene más hacer. De ahí que a éstos y a los que les siguen se les llame partidos políticos.

La democracia no reconoce el mérito de los hados sobre el mérito de la elección, ni el de la casta o abolengo sobre el de la voz o el acuerdo, ni mucho menos el de la hacienda sobre el de la ley. En comparación con otras formas de gobierno, en la democracia la elección radica en una mayor cantidad y diversidad de personas. Por ello, su vida política es efervescente y también por ello, la comunidad democrática está necesariamente partida. Antes de la alarma del sensacionalista: no todo lo partido está en guerra consigo mismo. El lenguaje español es brillante en este punto: las partes que son comunes se comparten, y se participa en cualquier conjunto del que se es una parte. Esta cercanía de las partes que somos, nos permite con-sentir la existencia del otro, sentir compasión, imaginar su dolor y su placer: nos permite amistarnos. La comunidad democrática vive la amistad a través de la palabra que comunica sus partes. Así, los partidos políticos pretenden, en principio, asentar la amistad posible entre la diversidad de la palabra. Diversidad que no es variedad por el placer de lo distinto, ni por la emoción del capricho; sino más bien diversidad en que se admite la dificultad de hacernos bien. A través de este ejercicio del debate y la búsqueda seria de la expresión clara de convicciones políticas, llega a unir a la comunidad, si no otra cosa, la elección de tal unión en la búsqueda. La comunidad partida está de acuerdo en que todos sus miembros pueden ejercer su voz buscando la mejor vida. Inclusive en una comunidad de tamaños inconcebibles, la representación ministerial pretende (insisto, en principio), reconocer la voz de cada miembro y con ello, permitir el ejercicio libre de la ciudadanía.

La voz sin significado es otra cosa, no voz. El discurso sin razón es también otra cosa. Ambos son usos perversos de la palabra. El hombre no puede ser cualquier cosa y no puede hablar bien de cualquier modo tampoco. La confusión de la razón provoca fracturas a lo largo de todo el tronco político, lo va secando y debilitando. El discurso se obscurece. En una democracia así obscurecida, la natural turbulencia se torna ciclón. En este blog lo ha leído el lector, de varias voces además de la mía: la política se nos ha vuelto tiránica y el gobierno degenera en administración de la violencia. No es escándalo (aunque sí merezca alarma), sino llamado: hace falta sentido, hace falta razón. Y se nota: una democracia cuyos ciudadanos eligen a sus ministros sin deliberación, cuyos comicios son comedia, cuyos debates no tienen pies ni cabeza, cuyos partidos están convencidos de mucho pero nunca de convicciones políticas; una democracia así, es otra cosa. No sé si en el pasado, cuando el ánimo de libertad abrazó a los recién revolucionados, los partidos políticos fueron diferentes; pero sé que nuestros partidos políticos no tienen dirección ni programas para un orden que busque el bien. Sé que son grandes negocios y que a sus miembros no les interesa la ley sino por cuanto no caiga pena sobre ellos. Sé que no tenemos candidatos a ministros que entiendan su papel; que cuando discurren no dialogan y que no lo hacen ni cuando dicen dialogar; que declaran estar en guerra unos contra otros, y que se nombran ganadores al recibir la corona del más alto porcentaje, como si fuera éste un premio personal; y que se ufanan de pisotear al que llaman vencido con plena ostentación de su violencia. Y quienes a ningún puesto aspiramos, de todos modos seguimos el mismo juego ya en la acedia, ya en la desidia, ya en la indignación. Nada puede defenderse cuando no se piensa nada. Ningún deseo es justificable en la mudez (que no es lo mismo que silencio). Vemos la representación de la guerra y mantenemos el simulacro si descuidamos la palabra. Y eso pasa diario, pero aun más conspicuo es durante las campañas de los «políticos» de los partidos en sus promesas, sus actos y muy importantemente, en sus apelaciones a lo que saben que quiere quien los oye. Los partidos políticos no están poblados de gente superior (eso sería antidemocrático), sino de gente común y corriente. El deseo que atrae a sus partidarios es igual de común y corriente: el deseo de poder. Pero no pueden conservarse al mismo tiempo la ciudadanía y la voracidad por el poder. El orden sin idea del bien, la agitada vida pública sin verdad, la normalización de la mentira en el discurso, la seguridad y la hábil administración de los recursos en la censura y la opresión, no apaciguan la violencia; ésta sigue de cerca hasta al conformista y al obediente. Por ello estamos partidos. Toda democracia lo está; pero nuestra fractura es la que separa a los enemigos. No hay peor mal para la comunidad que la enemistad. La barbarie arruina la ciudad: empieza hendiendo una fractura, pero tarde o temprano, la parte.