Sin poder emitir palabra, sin libertad para moverse o siquiera respirar, el inocente escuchó todo.
Pensó en sus actos y en lo que de él se decía y notó la llamada verdad no correspondía con lo que él había hecho.
Pero el único testigo de su inocencia había decidido traicionarlo, vencido por el miedo y sumergido en la desesperación dejó solo al inculpado y hasta piedras le arrojó.
Quienes lo juzgaron lo tacharon de asesino, mientras que el acusado y los hechos tacharon a los juiciosos señaladores como ignorantes respecto a la justicia de la que tanto alarde hacían, entre juicios encontrados se perdía otra vida.
Maigo