Tláloc y Heráclito en la CDMX
Año con año la Ciudad de México se desparrama ante nuestros ojos. Sus calles se desmoronan entre nuestros pies y nos dejan con la preocupación de no saber dónde pisamos. Huelga decir que esto es signo de la mala administración, o del mal sistema de aguas, o de la poca cultura de limpieza que tenemos. Todo eso termina en el mismo charco de siempre: en la impunidad, en la artera codicia, en que es mejor chingar a que nos chinguen. Pero estas denuncias nos impiden ver que estamos deseosos de paz. Y la lluvia viene, año con año, a recordarnos que todo sale a flote, que todo busca su fin. Aún en los agujeros más ennegrecidos del alma urbana el agua encuentra sus grietas, así como lo encontró primero la basura. El agua siempre fluye y lo limpia todo.
Fabio Morábito se asombra al ver que “El berlinés no tienen la experiencia heracliteana de la corriente, que es el verdadero encanto de los ríos”, esto le da para pensar que siguen siendo los idealistas de siempre, ya que cifran el movimiento en su cielo amplio. Ya conquistaron la tierra, al grado de que su río se mimetiza con la ciudad. Pero, el chilango tiene otra experiencia del agua, de echo tiene tres experiencias. La primera es que no importa cuánta agua sea, siempre se puede entubar; la segunda es que el agua es una intrusa que revela lo sucio de las vísceras de la capital; y por último, tiene nostalgia del agua, pues a veces escasea. El mexicano tampoco tiene la experiencia del río, porque felizmente se la oculta. Es la negación feliz de la experiencia heracliteana. Por eso cuando ve que Tláloc viene y lo desparrama todo, se asusta al ver que la ciudad se desvanece. Y ve con resignación que con el agua hay que empezar de nuevo todo otra vez, cada vez. Más terrible aún, el cambio nos duele porque no permanece lo suficiente y nos estancamos en las charcas, que se contaminarán y apestarán pasado el tiempo. Pero por alguna razón que no entendemos aún, después del aguacero, todo se ve más claro.
¿El mexicano ansía la quietud del río berlinés? Yo creo que no, porque pasado el aguacero todos salen otra vez como si nada hubiera pasado. Se barre la calle, se pone el puesto, se va a la reunión que no pudo concretarse antes, el tráfico avanza, se llega a casa. ¿La culpa es de Tláloc? Yo creo que no; yo creo que lo que necesita el mexicano es aprender del cambio, aprender a verlo y conducirlo. No se puede retener el agua, pero se puede ver en ella, en su fluir, el camino a un buen puerto. Ella siempre tiene un cauce natural. Esto lo sabían muy bien los tlaxcaltecas que decidieron fundar su ciudad aquí. El cauce natural es símbolo de un cambio cíclico del que nos hemos olvidado en nuestro afán de construir calles sin sentido. Perdimos nuestra esencia campesina y por eso vemos a las lluvias como anuncio de la inundación de las cloacas, arterias y calles (el caos de la naturaleza en nuestro caos social) y no como el milagro de la resurrección que ha de hermanarse con la benigna ventisca de la responsabilidad cívica. Sólo así se refrescaría el panorama bochornoso de la ciudad.
Javel