La inversión en la muerte

La inversión en la muerte

El mito no es revelado. Es una diferencia a sopesar, cuando se cree que las referencias míticas son cuestiones históricamente primitivas, originales, de curiosidad antropológica, o incluso documentos literarios. Lo es si se vuelve crucial la cuestión de la religión para la vida del hombre en general, no para las sociedades humanas. Las historias de los dioses paganos (que no son sólo los griegos) no son Palabra Divina. El canto de una Musa se pide; la palabra de Dios lo toma como origen de sí misma: el Génesis no le suplica a Dios que hable, aunque sea obvio que alguien escribió el texto con su propia mano. Por eso hay diferencia incluso entre la naturaleza entendida a través de los mitos y el entendimiento del mundo como creado, una diferencia cuyo entendimiento profundo es necesario para todo conflicto que el hombre establezca entre su naturaleza y el lugar de ella entre el resto de la vida y de lo creado, que es todo lo demás. Incluso es importante para la experiencia lectora, que, sí es justa, no puede evadir preguntarse por el carácter sagrado de un texto, que pide de él algo especial, como todo texto lo hace a su manera. Si lo sagrado es meramente ritual, el texto no será muy distinto al mito: aunque su organización, su profundidad y su longitud intenten mostrar que cuestiona e instruye sobre el sentido de la vida, lo sagrado permanecerá siendo un concepto, nunca algo que sostenga el significado entero de la palabra religión.

Leí recientemente una idea que para muchos parecerá un chiste de católico renuente. Decía que la conversión del mundo, la manera en que la Cruz logró abrazar a una multitud de hombres infieles era un milagro, y que era esa una prueba evidente del milagro del que, desde siempre, se ha dudado como ahora. Entre los partidarios de la teoría de la conquista y de la manipulación que la propaganda comunista tenía como publicidad, o entre quienes creen que el éxito de la religión es meramente retórico, no dejará de haber quienes se asombren al descubrir que dicho argumento es de Tomás de Aquino. El argumento viene en la exposición o comentario del símbolo de los apóstoles, que es el Credo. Si el símbolo de los apóstoles, aquello con lo que se identifican, cuyo verbo inicial es creer conjugado en primera persona, requiere de entender la gran conversión como milagro, debe pedir del creyente algo más que la defensa mítica de la fe. Y del lector no cristiano, debe exigir al menos la razón suficiente para ir más allá de su asombro al leer algo tan complicado en una frase tan simple. La misma razón que requiere ante la perplejidad de leer que Dios era en el principio, que parece la exigencia primaria del texto revelado (aun sin haber leído la palabra revelación en él).

El milagro de la conversión no lo comparte con el paganismo porque en él no hay ni conversión (valga la redundancia) ni milagros. Los ritos paganos definían las costumbres basadas en un mito, pero eso no requería conversión, sino práctica pública o privada del rito únicamente. Nuestro paganismo lo evidencia: creemos que la fe es para los incautos. La conversión es milagrosa si se entiende más allá de la imposición, que es un terreno espinoso al reflexionar sobre la revelación y su dispersión por el mundo en la palabra del hombre que atiende a la Palabra de Dios. ¿Por qué la preocupación de los evangelizadores por ilustrar mínimamente a los subyugados, sin agotarlo todo en la idea de que ablandar el corazón de los esclavos es mejor técnica política que matarlos a todos? Esa parte de la historia es de interés para el problema entre manos. ¿Cómo distinguir la violencia y la justificación de ella, de la conversión? Es otro modo de abordar la desmitificación de la religión y de lo revelado. Lo sabe quien revisa la historia del siglo anterior para saber lo que cuesta entender la fe en diálogo con el progreso, y no como un imperativo, lo cual siempre termina costando sangre mediante la injusticia y el fratricidio. Lo extraño es que el ejemplo de Cristo es lejano al mito: la conversión tiene como ejemplo el calvario, la pasión. La violencia a la carne es el misterio que se malinterpreta para hacer martirio de la equivocación; el martirio es por la verdad en lo que todo mundo entiende a veces como vano, por la falta de dominación en la imagen de la crucifixión.

El evangelio no es mito ni tampoco historia de Cristo, aunque tenga una dimensión histórica: los hechos y palabras del Señor. ¿El milagro de la conversión estará relacionado con la afirmación cristiana de que Cristo era eterno, pero encarnado? El conocimiento de la revelación está aunado al de la encarnación. Se enfrenta el argumento a ese problema constante que juzga a los fieles: la fe es una falacia que encubre la simulación de la verdadera naturaleza. La hipocresía de los fieles escondería la falta del milagro. Es el mito de expiación, que justifica la creencia en la consciencia. Pero eso no basta para entender la verdad de la encarnación, que pide la muerte en la conversión. La vida en el verbo comparte la carne y la sangre del Hijo, como si esa participación fuera en unidad de ser, no en división. Desde la fe, la verdad nunca podrá ser mítica. Por eso la época medieval, en medio de la revelación, nos dio la teología como palabra humana en la sabiduría de Dios.

 

 

Tacitus

 

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