Nuestra vida en la palabra

Nuestra vida en la palabra

En entrevista con Guillermo Sheridan, Octavio Paz contestaba al ser interrogado por la identidad de sus lectores que todos ellos eran él. Evidentemente la respuesta daba para encallar el pensamiento en la constante y ardiente sospecha lectora de que la poesía sólo es para el poeta, pero no era una cuestión tan sencilla de zanjar, y el poeta lo aclaró inmediatamente: esa unidad era la manera en que Paz declaraba la imposibilidad de un desdén -estúpido, como él mismo lo llama- por el lector, sobre todo para quien habló y pensó siempre en torno a la dialéctica entre el lenguaje, el tiempo y el hombre en medio de ambas, para concluir esa presencia del poeta en los hombres a quienes habla en todos los tiempos. Tal vez esas palabras, dichas poco antes de su muerte, puedan servirnos si pensamos en la poesía como práctica rumorosa en cualquier hecho de la vida humana, incluso la política, y rehacer nuestra reflexión sobre nuestra vida temblorosa, nunca falta de poesía, pero sí ciega ante la dialéctica que hay entre el hombre y su mundo, cuyo signo perenne es el lenguaje; dialéctica a la que no habría que renunciar si uno ve que la poesía no deja de ser reflexión, producción libre que por lo mismo no puede ser ajena a ninguna crisis de nuestra historia.

La libertad por la escritura parece a muchos un desdén por el mundo. Instalados en el vaivén de la vida burguesa, la cultura se transforma fácilmente en sensación de privilegio. Esa comodidad quizá sea rodeada por algo que Platón presagió y pensó: la utilidad de la palabra, germen de todo diálogo, encierra un cuestionamiento por la naturaleza misma del hombre. Los burgueses pueden estar apasionados por la revolución en medio de la incomprensión: el poder exige una reflexión tanto sobre la naturaleza de los regímenes como de la palabra; los sofistas eran famosos por pulir el talento retórico, y la vida filosófica está en oposición a ella por su visión del erotismo en relación con el lenguaje y la verdad. Mientras nos enciende la revolución, cegándonos en el populismo, se nos empaña la inteligencia para comprendernos. No es extraño que la retórica efectiva, aún en medio de la mentira evidente, tenga tal eficacia para creer que la violencia y la corrupción se puedan relegar de nuevo a la solución providencial de una mano arrasadora. Somos malos lectores de nuestra realidad porque nos hemos desdibujado en el desencanto, permitiendo creer que el poder para gobernar es ajeno a la posibilidad de pensarnos en otros, que es pensarnos, leernos, articular nuestras vidas para la reconciliación en vez de cerrarnos en la simpatía del ídolo. Las opciones de la palabra se reducen a la manipulación, doctrina que erradica la libertad.

Somos malos lectores de nuestras vidas porque no vemos que nuestra lectura siempre será hecha sobre nuestros propios pasos. La cultura, que es palabra viva, es libertad porque se produce para ser apreciada. Por eso es triste que se limiten las palabras, que la división impida la conversación, que la barbarie nos parta en medio de la rabia y nos deje sin voz, dejando vivo el grito. Si la filosofía abrió de manera incomparable la complejidad en torno a la naturaleza política y erótica del hombre, enseñándole sobre lo difícil que es comprender su lugar en la naturaleza, la poesía produjo horizontes miméticos en torno a esos misterios que hacen la vida mejor ilustrándonos por otro medio a través de la palabra. Ambas, una vez pensadas con seriedad, permiten saber que la profundidad no puede ser sellada en el silencio eterno. La tragedia enseña la belleza de lo problemático que es el destino aristócrata, como en la soledad del arco que tensaba Nietzsche; la filosofía navega en las limitaciones de la vida para afirmar que la belleza de la verdad es un esfuerzo y un placer que se persiguen eróticamente como lo mejor. Ambos caminos los espejeamos en secreto, titubeando, y al iluminarse por el pensamiento, al ser tocados por la palabra en la lectura, aprendemos que la libertad es más que la suavidad de los deseos. El desdén estúpido por un lector es incomprensión de la palabra. El desdén simulado y estúpido de la palabra es un desdén estúpido del otro. La poesía está en la práctica, porque no es azar. El autoconocimiento es la mejor vida, porque, coinciden los sabios cristianos, es lo que nos acerca a Lo Mejor.

 

 

Tacitus