Como dos tiernos conejos se internaron en el bosque, pícaros, coquetos. Jugando a seguir la llamada de la naturaleza se despojaron de sus ropas entre besos y matorrales. La espera de toda una vida por fin había llegado al punto en que se vería consumada, ella había aceptado contribuir en el juego de la pasión con su presencia; él, llevaba las sogas hechas de algodón que no cortaban la circulación, pero sí inmovilizaban lo suficiente como para tenerla por completo a su merced. Con su propia mano, ella abrochó el cinturón de cuero que aunado a una pelota roja, sofocaría sus gritos de placer. Los tiernos amarres que con amor hacía él, fueron trepando desde los tobillos hasta el blanco cuello de su compañera, quien gustosa se veía a sí misma agitada por el deseo y el viento frío del bosque. Los amarres quedaron firmes, justos, como si el mismísimo Dios los hubiera hecho, ese Dios que aprieta pero no ahorca.
Cualquiera que no hubiera visto cómo se entregaron esos amantes en la intimidad, hubiera creído que el delicado proceso de sometimiento voluntario fue mucho más excitante que el acto mismo del amor; pero no fue así. El orgasmo que nubló para siempre los ojos de él, fue el mejor de toda su mediocre vida. Ella no se quedó atrás, estaba tan encendida que tardó un par de horas en darse cuenta de que su amante no se había quedado dormido por el éxtasis, y que el rígido cuerpo junto a ella no volvería a moverse jamás. No había nada qué hacer con las manos sujetas a su espalda y los pies impedidos para caminar. Se quedó allí quietecita, como le había pedido él que estuviera. No se movió, ni siquiera para ver por última vez el rostro de su amado. Con lágrimas en los ojos, eventualmente cayó en cuenta de que el frío nocturno acabaría con su vida. De algún modo fue aceptando su destino conforme transcurría el tiempo allí sola tirada en un claro. La impresión que se llevó cuando por primera vez tuvo la certeza de que moriría allí sin remedio, no fue tan grande como cuando perdió sus ojos todavía estando viva; este suceso le horrorizó tanto que pasó las horas antes de morir, repitiendo una y otra vez (sin que nadie más que Dios la escuchara) el modo en el que sucedió: “El pico se abrió más y más, la cabeza del gorrión se acercó a mí y el resplandor sonoro del amarillo avanzó suavemente y me envolvió”.