— ¿Ya viste que al papá de Ramiro se le quemaron los dientes?
— ¿Qué? ¿Cómo que se le quemaron?
— Pues es que es mago. yo por suerte se los vi el otro día que lo encontré en la tienda. Se esforzó de más en ocultarlos a la hora de saludarme. No lo culpo, de verdad se le ven bien feo. Están como si se le hubieran podrido, todos negros y chamuscados. Se le sube una mancha negra de tizne desde el hoyo que le quedó en mero en medio de los dientes de enfrente.
— ¿Pero qué le pasó o qué?
—Ah, pues es que el señor por fin pudo atrapar una bala de una mordida. eso me lo contó Ramiro, porque la verdad me dio pena preguntarle al señor. Resulta que se le había ocurrido, después de mucho pensar, el modo en que podría agarrar la bala sin que se le escapara de nuevo. Y, pues, lo logró. Me dijo que él mismo le había disparado a su papá y que vio con sus propios ojos el momento en que la bala se detenía atrapada en la mordida. Dice que los ojos se le llenaron de lágrimas al señor, y que luego luego olió a pollo quemado. Yo le dije que tuvo suerte de que no le pasara nada más grave, pero Ramiro insiste en que su papá tiene suficiente pericia como para volverlo a hacer, pero que ahora le faltan los dientes y que si se pusiera unos de porcelana no le aguantarían la presión y se quebrarían. En fin, si ves al señor fíjate bien, verás qué fea le quedó la sonrisa.