La vida y sus herramientas
La mano, se dice, es el instrumento por excelencia. Se convierte en signo del trabajo: se agrietan o endurecen con el uso rudo. La mano y el lenguaje son instrumentos distintivos del hombre, cada uno con un sentido especial. La mano no entra en la definición de hombre, porque su función está incluida en la vitalidad y la racionalidad. El lenguaje parece tener mayor presencia en la definición, pero sería falso afirmar que sólo pertenece a la racionalidad: el habla es parte de la vitalidad del hombre, porque el pensamiento es una actividad del alma. Por eso las definiciones no se elaboran sintéticamente. La vitalidad o el alma no es la materia, pero no podría el hombre ser tal si su racionalidad no fuera actualidad vital visible en la individuación espacial de la materia. El obrar no define al hombre, sino que éste es definido tácitamente como él único ser obrante: la operación de la mano responde al deseo, al pensamiento, a la imaginación, la memoria y a la palabra misma, por ser ella pensamiento. El lenguaje expresa la actividad de las facultades de otro modo: la mano no es apofántica, sino productora o coordinadora. Manipular tiene un sentido maléfico cuando se busca la injerencia en el pensamiento de modo errado y egoísta.
La mano no podría mantenerse si no es teleológicamente. La mano y el lenguaje están unidos en el lugar del alma en el cosmos, que es la humanidad. Cabe aclarar mejor su pertenencia a la vitalidad y racionalidad en este sentido. La mano no sostiene fundamentalmente. El bios hace posible que la mano encuentre orientación y apariencia. La técnica, asociada inmediatamente con la mano como productora, no es reflejo de ella. La técnica, como saber, requiere de la mano, pero su causa no es ésta. La experiencia de la verdad sí lo es. La mano, se ve, no puede experimentar la verdad. La “manipulación” técnica es figuración de la materia, producción, no creación. La arquitectura, como saber, no se limita a la operación de los materiales, si no que se observa en el conocimiento de las relaciones adecuadas entre las partes y los materiales. Quien no sabe hace cimientos, seguramente no sabrá elevar muros, porque no conoce la manera adecuada de producir casas. La experiencia de la verdad lo posibilita la apertura del alma racional al mundo. Si lo natural no pudiera ser ordenado racionalmente en el arte, la mano estaría impedida. Ese conocimiento puede perfeccionarse: un albañil común no sabe lo mismo que Gaudi: sus producciones lo demuestran. Los que ven el arte arquitectónico no poseen el conocimiento de la técnica, aunque pueden apreciarlo y reflexionar sobre su ubicación espacial y el sentido del acomodo estructural que pensó el arquitecto, lo cual quiere decir que experimentan la verdad a partir de la producción en otro sentido. La mano se adorna con el sentido llano y profundo de la vanidad. Todos los instrumentos manuales son elaborados por la mano porque la vida permite la manualidad. Ningún otro animal tiene manos y, además, su vitalidad no es racional. Su alimentación e intelección los mantiene en lo irracional en tanto sus reconocimientos y apetencias no los hace juzgar la verdad o falsedad. La conducta de los perros es educable pero de manera ilógica: para ellos la palabra es únicamente sensible.
El lenguaje es herramienta que también puede ser productiva, poética. No importa su origen cuando se le juzga en relación con su función primordial, aunque compleja, que es distinguir, afirmar, negar, unir, referir el ser. No puede disponer de él porque resulta complicado afirmar su eficiencia a partir de lo meramente arbitrario. Por eso es primordial, para toda investigación, aclarar la relación entre lo esencial y lo real, y notar que no se habla de se predica el ser en el mismo sentido para lo más alto y para la imperfecto. El nombre ser aplica a Dios como sustancia, y por eso es complejo identificar cómo la sustancias naturales comparten ese nombre. Lo esencial en el hombre implica la relación entre género y especie en la definición. El lenguaje como instrumento tiene una función rudimentaria que no se aclara, sólo la investigación “lógica” puede hacerlo. No obstante, se ordena conforme al fin de la verdad: la apófansis. Quizá la naturaleza del diálogo puede aclarar esa complejidad, que rebasa los análisis tradicionales. El instaurador del carácter dialógico del pensamiento es Platón. Su lectura muestra la superficialidad de la interpretación académica de las ideas. Platón, en sentido estricto, no dejó palabra suyas. Son palabras de otros en todo momento. La labor de un lector nunca termina sobre todo en el caso de los diálogos. Los argumentos y las acciones forman una trama en la que el logos está siempre presente como conversación, que es la forma misma de la lectura. Lo dialógico, en ese sentido, revive constantemente, porque depende mucho del lector. Pero no del todo. La guía de Platón muestra cómo lo apofántico está insertado en lo dialógico. Su lectura es en mayor o menor medida reproducción de la práctica socrática. La función del logos para la verdad se reproduce en el acto mimético en el que cada argumento oscurece o ilumina nuestra vida. Nuestra referencia atraviesa oscuridad y claridades porque nuestra vida racional es naturaleza que se distingue por el bios. La práctica demuestra hábitos como signo de esa vitalidad.
Tacitus