La mano en el aire
A mi abuela,
que tomó mi mano,
in memoriam
Misterioso el movimiento de la mano cuando surca el papel escribiendo. No la guían ni los renglones, ni la pluma. No la guía la lámpara, ni el sol. Hay quien dice que ni siquiera la guía el escritor. A veces parece que la guiase el aire. Se escribe como queriendo atrapar entre las letras las volutas de vida que flotan por el aire. Se escribe como esculpiendo frágiles palabras para el museo de la memoria. Algo se quiere atrapar con la letra, algo se lleva inevitablemente el aire. La mano en el aire escribe misteriosa.
El lector, navegante del aire, se orienta entre el misterio de las letras adivinando el horizonte de la página. A veces señala un rumbo, a veces atina a ubicarse en el caudal al que los versos lo han llevado, y las veces más afortunadas el aire permite a su voz describir los contornos de la mano: eso es la comprensión poética. La mano en el aire, los ojos en la voz, la vida en suspenso… Eso es el poema.
Hay un poema, un buen poema, de Jaime Torres Bodet en que el misterio del aire se resuelve en la mano guiada por los ojos de la memoria. De su libro Sonetos [1949], copio el tercero del poema “Continuidad”.
Todo, así, te prolonga y te señala;
el pensamiento, el llanto, la delicia
y hasta esa mano fiel con que resbala,
ingrávida, sin dedos, tu caricia.
Oculta en mi dolor eres un ala
que para un cielo póstumo se inicia;
norte de estrella, aspiración de escala
y tribunal supremo que me enjuicia.
Como lo eliges, quiero lo que ordenas;
actos, silencios, sitios y personas.
Tu voluntad escoge entre mis penas.
Y, sin leyes, sin frases, sin cadenas,
eres tú quien, si caigo, me perdonas,
si me traiciono, tú quien te condenas…
Y tú quien, si te olvido, me abandonas.
En todo el poema se cumple perfectamente la forma del soneto, aunque en la tercera parte –como sin duda vio bien el lector- hay un verso extra, un misterio digno de pensarse. El soneto, tan perfecto y acabado como lo pide su forma, se prolonga. El soneto señala más allá de sí. ¿A dónde?
El poeta nos sitúa en la regularidad de la forma poética. El soneto nos permite sentirnos como en casa. Pero ahora todo en la casa prolonga y señala, todo en la casa es ausencia, todo en la casa es recuerdo. El soneto aloja a un deudo. Porque a quien se le ha muerto la persona más querida, todo, el pensamiento y el llanto, todo, está permeado por la ausencia. La casa ya no es hogar. Los cuartos tan conocidos son inclementes al evocar recuerdos. Los rincones guardan crueles los polvos de las delicias pasadas. La casa nunca se había sentido tan vacía. El espacio nunca había sido tan insoportable. La casa es toda prolongación de la vida ida, señal del otro irrecuperable. La regularidad del poema, como la cotidianidad de la vida, se vuelve inhabitable.
En la casa del deudo el aire se vuelve inapresable. Opresivo, a veces el aire se llena de soledad y nostalgia. Inclemente, a veces el aire roza fuerte las mejillas y reseca los enrojecidos ojos. Pero juguetón, a veces el aire, como el verso, simula una caricia, presencia añorada, ternura arrebatada, que se escapa entre los dedos como la vida exhala de los labios de los muertos. No apresamos la vida, no alcanzamos la caricia, no evitamos que la mano se pierda en el aire. En la vida del deudo el aire se vuelve inapresable.
Sin casa, sin vida, sin manos, el deudo encuentra un ala en su dolor: la muerte del ser querido es una sospecha, casi una promesa, un leve murmullo de la vida eterna: dos manos reunidas para caminar juntos las vidas.
El aire, liviano; la gravedad dolorosa de la pérdida; la mano que intenta apresar las palabras. “Actos, silencios, sitios y personas”; los hábitos, eso que la gente llama personalidad; en cada rasgo del deudo se reconoce la presencia ausente. El deudo sabe que es una extensión de la voluntad ajena: sigue viviendo la vida que le fue dada, regalada, la vida que juntos conformaron. El deudo sabe que seguirá siendo una extensión: en el recuerdo piadoso cifra el esfuerzo de no traicionarse, de no perderse, de no olvidarse. El deudo sabe que sus muertos lo llaman más allá de la vida, que la piedad es un anhelo de reunión, de comunión, que la memoria es un abrazo en la orfandad.
La mano en el aire escribe un verso más allá de la medida porque la vida nos llama más allá de la medida: nunca morimos solos, cuando se nos mueren nos mueren con ellos. Si muriésemos solos, cada instante de la vida sería abandono, cada desmedida sería un olvido, nunca la poesía sería misterio. A veces la poesía, como la vida, promete un más allá. Leer es mirar el horizonte desde acá.
Námaste Heptákis
Coletilla. “No nos quedamos mirando cuando el alma abandona el cuerpo, sino que nos velamos los ojos con lágrimas o nos los tapamos con las manos”. John Maxwell Coetzee