Hace tiempo reflexionaba yo en este blog después de la dureza de las declaraciones hechas por el heredero del supremo liderazgo de Norcorea. En ese entonces no tenía ni dos años de haber recibido el máximo poder en su nación tras la muerte de su padre. Declaró el irritable joven, pues, que lo que había entre las Coreas no debía malentenderse: era una guerra, quizá con ceses acordados al fuego, pero una guerra al fin. Abundantemente se dijo que eran palabras vacías de un aprendiz que estaba desesperado por plantarse con fuerza en el lugar de poderío en que lo había dejado su antecesor: espectáculo para su propio pueblo por un lado y por el otro continuación de una larga y documentada estrategia de verborrea belicosa que no tenía otro objetivo que llamar la atención internacional para que a nadie se le ocurriera meterse con su soberanía. De entonces para acá hemos sido testigos de géiseres de demostraciones de fortaleza que salpican con discursos de aborrecimiento a otras formas de gobierno en todo el mundo. Y no me refiero únicamente a los que pronuncia el partido que domina esta república asiática, sino también a sus sureños vecinos, a los Estados Unidos de América, a China, Japón, Alemania, Rusia, etcétera. Debe vérsele así aunque ennerve nuestras sensibilidades cosmopolitas pues ambos son aborrecimiento: denunciar a la occidental como una cultura mediocre, superficial y decadente que produce hombres detestables, no muy lejanos de los demonios; así como también delatar los horrores de la vida bajo el miedo al impredecible tirano y su ilimitada brutalidad. Es decir, es hipocresía presumir que se respeta toda soberanía mientras se piense que alguna de estas –o ambas– observaciones está bien hecha. En ese entonces, pues, decía yo que valía la pena observar con atención qué tipos de personas estaban involucradas en esta discusión sobre los mejores modos de vida, no fuéramos a olvidar que una guerra tiene causas tan obscuras que podríamos obviar las más humanas: las pasiones y el carácter de quienes toman decisiones con miras (fingidas o sentidas) al bien común.
Lejos de eso, nos hemos habituado a escuchar los discursos que explican la tensión regional entre Norcorea y sus vecinos, y los aliados de ambos, como una especie de negociación descarriada en que se dan o se quitan beneficios económicos y candados mercantiles. Se ha asumido que todos los involucrados tienen mentes frías que calculan las ventajas de sus tácticas mediáticas e invierten recursos en sus propias campañas de acuerdo a intereses racionalmente concebidos. En otras palabras, se ha aludido a que todas las partes tienen «sentido común», aunque tal comunidad se disuelva apenas se encuentren unos con otros. La interpretación de la situación regional en estos términos no ha tenido otra consecuencia que el robustecimiento de la desconfianza del régimen peninsular, seguida de sanciones severas de comercio contra él, produciendo más de lo primero y extremando cada vez más las condiciones en las que se sigue cavando la espiral. Y es que las sanciones antes de provocar escarmiento parecen confirmar las advertencias que el supremo líder les hace a sus súbditos-ciudadanos de que una alianza occidental pretende desnudarlos de todos sus privilegios como nación independiente. Ellos claman que les quieren quitar su derecho a defenderse y a mantener su territorio, que los quieren obligar a jurarle lealtad al enemigo y rendirle tributo, mientras que los contrarios arguyen contra la amenaza mundial que significa que Norcorea tenga armas de inimaginable poder destructivo que había prometido no desarrollar. Todo esto, insistía hace cuatro años y lo vuelvo a hacer, puede hacernos olvidar que en el corazón de sucesos tan escandalosos como éstos, hay personas motivadas por un sinnúmero de cosas, probablemente inasequibles para el esquema abstracto de los movimientos económicos mundiales y las grandemente razonables sanciones. Y ahora, empezando este año, además del heredero de un líder totalitario, ha caído en el lugar de darle dirección al conflicto el heredero de un magnate capitalista. Se decía del líder supremo que no teníamos nada que temer porque «era un joven educado, que había asistido a las mejores escuelas europeas» y «por tanto» sabía que no había buenos motivos para arriesgar en serio su forma de vida por un desafío a sus detractores. Si bien un currículo académico no garantiza ninguna fortaleza de carácter ni mucho menos algún atisbo de prudencia o cuando menos autocontrol, ¿cuál es el consuelo imaginario para el maleducado buscarreflectores de Nueva York? Éste no tardó en marcar con su personalidad el rumbo del conflicto. Gracias a las imágenes que eligió este viejo ególatra para hablar del desacuerdo entre los regímenes, escuchamos ahora con frecuencia sobre mares de fuego e incendios de ingente destrucción.
Los dos herederos intercambian menciones de los horrores de violencia cavernaria en un diálogo proporcionalmente áspero. Por supuesto, en este conflicto han ocurrido muchos otros cambios con respecto a hace cuatro años. La profundiad del problema a estas alturas es inexpresable para alguien como yo. Las almas de las personas de más influencia en China y Rusia, por ejemplo, o la llegada del nuevo primer ministro surcoreano con todo y su fracasado plan de destensar el conflicto negociando, las más recientes elecciones alemanas, o la creciente comodidad con la idea de que reaparezca el ejército japonés; son todos aspectos que acercan un poco a comprender un panorama de lo más volátil y movedizo. Es de todas maneras evidente el extraordinario peso que tendrán en los días por venir los discursos y acciones de los dos herederos. No perdamos de vista que ninguno de ellos parece poder comprender soberanía sin soberbia. No han dado razones para pensar que no identificarían una agresión personal con una violación de las naciones que creen sometidas bajo su poder. Ambos se han mostrado orgullosos a un grado extraordinario, aunque de diferentes modos: el heredero de magnate es incapaz de someterse al escrutinio público sin que su fragilidad emocional se descubra, mientras que el heredero de totalitario recurre constantemente a castigos ejemplares sin la mínima clemencia para tratar de mantener intacta la alabanza a su figura simbólica. Ambos coinciden en su necesidad urgente de ser vitoreados y apreciados con pompa, mencionados entre sonrisa y aplauso, halagados hasta el empalagamiento. Son amantes fervorosos de la idolatría. Ahora, mientras que el ramplón de Nueva York siempre se ha expresado teniéndose por centro del mundo, el erudito de Pionyang apenas hace unos días estrenó un discurso exaltado y mordaz en primera persona. Esto debería alertarnos a la posibilidad de un cambio radical en las relaciones entre estos herederos de la Guerra de las Coreas. Puede ser que las cosas continúen, como mucho se dice, entre dimes y diretes, sanciones, amenazas, ejercicios armamentistas que no son más que fintas, asfixia de mercados e intercambios; pero debe cuidarse uno de querer medir con la frialdad del cálculo lo que se enraiza en el amor. Hace un mes seguían expresándose como cabecillas incautos e inestables de naciones gigantescas; hace unos días, empezaron a expresarse como naciones ofendidas. Y tanto alguien ramplón cuanto un erudito pueden figurarse lo peligroso de un tirano ofendido; a menos, quizá, que esté muy indignado él mismo.