Eros y lógos

Eros y lógos

La relación entre eros y la ética está enterrada en la psicología, racionalismo moderno en torno al alma, que separa la interpretación del cuerpo de las manifestaciones del pensamiento y los afectos. Esa relación es oscura para nosotros, aunque su oscuridad no evite patentizar que dicha confusión, más que teórica, es más bien práctica, porque aborda la naturaleza de los actos humanos. Mejor dicho, en el sentido actual de la palabra teoría, ¿qué es el amor sino el reflejo del hombre, que se haya desdibujado entre su posición en la historia y su sociedad particular, y el origen remoto de sus pasiones en las cavernas de su yo? El amor es una experiencia, pero decirlo no necesariamente aclara para nosotros la relación entre el amor y la experiencia. En primer lugar, lo bello, instigador del amor, está hundido en la interpretación estética moderna de la sensibilidad; en segundo, el bien, oscuridad constante en el amor, deviene irrelevante. Lo fundamental de la vida amorosa es que la viva plenamente. ¿Será lo mismo la plenitud que la felicidad? No queda claro de qué tipo de plenitud estamos hablando: nos comprendemos, curiosamente, en función de una diferencia extraña entre la interioridad y la exterioridad. Acaso una confusión actual es que no sabemos si la plenitud se refiere a los rasgos de mi cuerpo, al placer, o a la libertad de mi interioridad. Está claro que a vece ambas posturas están mezcladas y otras veces radicalmente separadas. La espiritualidad puede ser vanidad del ego, aun en la aceptación de lo inefable. Probablemente por ello, la relación entre la razón, la fe y el amor en el misterio del cristianismo se convierta en espiritualidad interna. Como experiencia clara, el paso a comprender la naturaleza del amor, que es comprender la naturaleza del hombre, está velada y obstruida a la inmediatez de su presencia.

Preguntar ¿qué es el amor? es necesario, sobre todo, para quien intente abordar con verdad su experiencia del amor. Abordarla con verdad no sólo implica reconocer la relación entre mis deseos, el placer y mi modo de ser, sino también implica preguntar si hay algo a la luz de lo cual la comprendo mejor, pues la mera experiencia no siempre me da luz más que para saber lo que deseo y perseguirlo como me parezca bueno. ¿Por qué herimos los sentimientos de las personas amadas? ¿Por qué nos comportamos torpemente con ellas? ¿Por qué el amor parece andar entre el egoísmo y el don? Está pregunta, bien pensada, puede llevar a indagar sobre el sentido de la libertad, pues si comprendo el amor en cuanto pasión, es fácil llegar a la conclusión de que mi libertad queda relegada únicamente a la diferencia radical que tiene, en relación con aquella, la razón. Por otro lado, si la comprendo como una experiencia proveniente de algo inmaterial en mí, tengo que afrontar el problema de que no sé a qué me refiero con lo inmaterial, puesto que puedo recurrir a otro sentido de la palabra material, al referir que siento efectivamente el dolor de un engaño, aunque sea de un carácter muy distinto al de un golpe en la cara. El hombre es materia, pues en su definición se incluye la materia, pero no es únicamente materia: es distinto de los demás entes naturales. Si el hombre no es como el animal, el amor es algo muy distinto de los afectos que éstos pueden hacer notar.

¿Cómo es posible la libertad en el amor, si el amor es naturaleza? Aquí ya hay una relación, en la que fuimos educados, entre libertad y naturaleza, que es de oposición. La ética moderna está fundada en esa oposición. Lo más significativo de esa tensión es que los protagonistas principales son la razón y la pasión. La ética es una solución racional que orienta los actos humanos sin dejar de comprenderlos como realizados por un ser libre. Incluso el historicismo más serio puede incluir la noción de libertad. No obstante, el historicismo más radical mantiene un sentido de libertad que no es aquel que fundamenta la ética moderna. El camino seguido parece guiado por una exageración, pues el amor es algo que vivo con independencia de que comprenda en qué momento histórico me encuentro, o de si soy libre cuando lo experimento. Se disipa dicho resquemor, quizá, cuando notamos que no es fácil saber si acaso la naturaleza humana, incluso en cosas tan poco dependientes de la historia como el amor, tiene una relación con la historia que hace la hace, sino variable, si problemática, puesto que el amor es, de hecho, un ámbito de la práctica que no rehuye las interpretaciones científicas sobre ella. La experiencia del amor sucede con independencia de la historia, pero el problema de quién es el que lo experimenta no se piensa con tal independencia. Puedo comprender el erotismo de los hombres del pasado, pero tengo una autocomprensión de mi erotismo desde la que, las más de las veces, lo juzgo. Si hago del amor una pasión, estoy tratando de alumbrar lo que me sucede cuando deseo ver el rostro o escuchar la voz de alguien en especial.

Esas referencias, no obstante, no imposibilitan el conocimiento del hombre. Aquí ya es necesario indagar en torno a una cuestión que parece haber sido escrita con la previsión de siglos por un pensador: ¿por qué el filósofo es el hombre más erótico? Esa pregunta puede a la vez llevarnos a otra: ¿por qué es también el más feliz de los hombres, o el que vive mejor entre ellos? Eso depende de si podemos hablar con verdad del amor y, por supuesto, de que sea lo único que muestra la naturaleza del hombre orientada a un bien, al sumo bien. Nuestras ideas al respecto están fundadas en los prejuicios ya mencionados. Si decimos, por ejemplo, que la aparente libertad o autarquía del filósofo se muestra mejor en que no sufre por las pasiones corporales, como el deseo sexual, no estamos comprendiendo el carácter de la buena vida, además de que estamos siendo hipócritas al respecto de nuestra propia experiencia. La felicidad tan extraña del filósofo muestra su sumo erotismo. Eso tiene que indicarnos algo. Al menos puede mostrarnos inicialmente que el erotismo del filósofo quizá explique mejor el deseo que nosotros mismos experimentamos, no sólo la radical diferencia que existe entre nosotros y él. La buena vida es imposible sin comprender el eros más allá de un maniqueísmo. Si bien es cierto que el erotismo parece diferente en el caso del filósofo, rápidamente surgen prejuicios en torno a él. Si es el más erótico, ¿por qué fue condenado? La respuesta más simplona es que no había revolución erótica. La réplica es que Sócrates no intentaba revolucionar, de lo contrario sería difícil comprender en qué medida su búsqueda de la verdad no lo hacía poderoso políticamente. Eros es el misterio del hombre autárquico, de la práctica de muerte y del cuestionamiento de la polis. En qué medida Eros y polis se contraponen o se armonizan, sólo es claro bajo la orientación socrática. Sócrates no era indiferente a la belleza, pero tampoco requería de la libertad sexual. El conflicto de la libertad del filósofo está en otra parte.

Al acercarse su muerte, Sócrates intenta demostrar que se filosofa para morir. Su demostración no consuela a nadie. Al mismo tiempo, existe el conflicto teatral de la libertad en la prisión. Los presos parecen sus amigos: presos de su desconsuelo y de su urgencia. La libertad Socrática parece relumbrar aporéticamente en su intento de pensar la inmortalidad del alma y en la segunda navegación. Pero eso, a muchos, lleva a pensar en la inmortalidad como transmigración (como a los presentes), y la conclusión es un escepticismo triunfante. Parece que, para que los argumentos socráticos tengan algo de efecto, uno tiene que orientarse en la segunda navegación. El amor persistente de Sócrates nos increpa en los recovecos de la polis, para tratar de infundir valor cuando no hay remos. El erotismo socrático permite notar que no comprendemos nuestras acciones del mejor modo posible hasta que nuestras ideas arraigadas en lo profundo de nuestra vida impiden la búsqueda de Eros. Hablar bien (verdaderamente) de nuestra experiencia amorosa es posible después de la filosofía socrática. Nuestra experiencia amorosa no es inteligible sin lo bueno como fin de los actos provenientes del amor, lo cual quiere decir que sólo el hombre bueno es el más erótico en tanto que cumple con el fin del hombre. Conocer lo bueno no es posible sin Eros, pero tampoco sin preguntarnos si acaso podemos amar las mejores cosas.

 

Tacitus

Primavera juvenil

La juventud cruza los diálogos platónicos. Gimnasios, festines, ágoras están plagados de conversaciones y mancebos. En ocasiones aparecen como soles del diálogo: toda la atención y acción gira en torno a ellos. Son interlocutores, objetos de fascinación, interés, atracción. Cármides deslumbra a los circuncidantes. Fedro ilumina a todo el que lo ve; quedan admirado por su belleza y aparente brillantez. Sócrates permanece afuera de su amada ciudad por dialogar con él. Su preferencia por los muchachitos atizó una de las acusaciones en contra suya. Para lectores contemporáneos dicha atracción fue una travesura o parafilia. Como todo gran genio, tiene excentricidades. Si los bigotes de Dalí fueron tallos de flor, Sócrates fue un viejito incontinente. O los personajes célebres en su contexto: Sócrates es el ejemplo de la pederastia cotidiana en la antigua Grecia.

El principio del Laberinto de la soledad ofrece una imagen hermosa: inclinado sobre el río, el adolescente mira el rostro deformado que aflora desde las profundidades y se convierte en conciencia interrogante. No se reconoce como lo que fue, no sabe lo que será; se transforma en problema y pregunta. Navega en la incertidumbre, en una tempestad, pero finalmente ha partido de la ribera. Es un joven que se cuestiona e intenta descubrirse. La condición erótica no garantiza futuros ciertos. La adolescencia es la coyuntura para esta navegación, aunque no es exclusiva. Tampoco las edades son condiciones necesarias; sería absurdo pensarlo. Alguna vez supe de un maestro de ochenta y tantos años con un espíritu más erótico que todos las promesas de su salón. La jovialidad y libertad propia del eros juvenil refulgía entre los espectros.

Los jóvenes no sólo se distinguen de los mayores por las arrugas o su coqueteo con la hiperactividad. Se caracterizan por su libertad e incertidumbre. Usualmente trazan distancia con su familia y tratan de pertenecer a un grupo (un sinfín de intentos de psicólogo se engolosinan con esta idea). Muchos llegan a preguntarse quién son y buscan su identidad. Tratar de pertenecer es otra expresión de esa búsqueda. Pueden reinventarse en actitudes, costumbres, ideas. Para el hombre nada está escrito; en la juventud esta verdad brilla con más esplendor. Hay mayor posibilidad de que los adultos se aferren a sus costumbres e ideas. La ortodoxia aprisiona su porvenir. Las ideas, arraigadas en la médula, anidan hasta trastornarse en prejuicios. El corto plazo conforma su horizonte y la rutina adormece su espíritu (en vez de provocarlo). Más desprendidos, arrojados, los jóvenes tienen oportunidad para descubrirse. Edad idónea para la introspección. Sin embargo demasiada búsqueda puede desembocar en una rebeldía necia o en dispersión fangosa.

El espíritu juvenil subyació en los movimientos estudiantiles de 1968. Diferentes países, diferentes contextos, similitudes en los protagonistas. Octavio Paz tiene un comentario muy atinado en cuanto al movimiento mexicano: fue más parecido al de Europa Oriental contra el comunismo. Lejos del afán incendiario de la protesta francesa, los estudiantes mexicanos confrontaron a la estructura estéril de la burocracia. O en ojos de Paz: intentaron revitalizar un sistema con esclerosis. La apertura democrática parecía un sueño realizable. Cada indignación, cada protesta, la marcha del silencio, inquietudes externadas por sectores inconformes de la sociedad, como los ferrocarrileros, hacían creerlo. Sin embargo acaeció la represión. El manotazo del Partido Oficial no destruyó solamente la organización civil o la libertad de expresión. Aplastó el intento por erotizar la vida pública. Como predijo González de Alba: Tlatelolco ya se olvidó (sería imprudente como ofensivo confundirlo con la matanza de las Vegas o la masacre de Allende). Hasta la señal de victoria ya nos la arrebató Fox.