Ayer fui a la casa abandonada de la avenida Cardoso, la que no hemos podido robar. ¿Te acuerdas cuántas veces le pegamos a los vidrios de las ventanas sin que pudiéramos derribarlos? ¿O la vez que terminamos por romper a golpes la llave de percusión? Ya hasta había empezado a creer esa historia de que el difunto señor Páez guardaba la casa de todo intruso porque guardaba allí dentro una gran fortuna. ¿Te acuerdas que esa fue la razón que nos llevó a querer robarla la primera vez? Yo no sé qué me emocionaba más en ese entonces, si encontrar el tesoro o descubrir qué le había pasado al muertito. Me emocionaba mucho la idea, en ese entonces, de encontrármelo allí tirado en la sala con el cráneo roto y el rostro irreconocible por la golpiza que dicen que le acomodó su esposa para mandarlo derechito al más allá.
Bueno, pues ayer que regresaba yo de trabajar, al pasar por afuera, le dirigí la mirada a la puerta principal y la maldije por habernos roto tantas ganzúas, por habernos hecho perder tanto tiempo y seguir negándonos el secreto que esconden sus puertas de cristal. Más tardé yo en pronunciar la maldición que en lo que ella, así sin que hubiera nadie detrás, abriera sus puertas invitándome a pasar.