«El amor, se dice, fue el inventor del dibujo. Pudo inventar también la palabra, pero con menos acierto».
No podía entender por qué. La tristeza le sacó un suspiro; pero no más. Aguantó un arranque de lágrimas que se le condensó en la garganta y a consciencia su gesto simulaba indiferencia. Sus manos escondían los temblores que por momentos las cimbraban en el movimiento cadencioso de la caminata. Era una tristeza bien conocida por ella, y eso solamente la cubría además de un manto de vergüenza. Ya varias veces más había visto su proyecto frustrarse a la mitad del camino, sin explicación. A veces escandalosamente: había tenido a alguien que le había sido infiel, de otro había descubierto una vida impensada a la sombra de mentiras y fantasías que prefería no detallar, uno más había sucumbido a su mal carácter y hasta se había lastimado a sí mismo. Esta vez no. Esta vez había sido muy silenciosa. Como aparecen los hongos casi en secreto en la tierra mojada a la sombra de los pinos; así había sido.
Su ensoñación era un vaivén doloroso que imitaba en su ritmo al paso acelerado que llevaba. Su cola de caballo se agitaba como péndulo y sus botines chocaban con el pavimento mojado marcando un metrónomo lo bastante bueno como para que algún músico romántico se uniera en molto vivace. Y sin embargo, odiaba la música romántica: la hacía pensar en el pasado y se sentía vieja, mortal. Caminaba de bajada por la calle que pronto viraría y revelaría, si las cosas no habían cambiado, un terreno baldío entre casas grandes, contrastantes, coloridas y calladamente amuralladas. Las más viejas compartían un estilo germánico, las otras más bien reflejaban la diversidad del antojo; pero todas tenían un jardín. Muchos de ellos estaban adornados de flores, y en algunos incluso las cuidaban. En la ciudad pocos lugares estaban tan poblados por árboles como éste. Pinos, encinos, colorines, cipreses, ahuehuetes, ocotes, sauces… todo un repertorio de arboreto flanqueaba las calles del fraccionamiento debajo de unas nubes grises que podrían volver a llover en cualquier momento, o podrían quizá ceder a la desidia; después de todo, pensó con algo de cinismo, eran mucho mejores que ella para dejarse llevar. Ya casi llegaba. La hora había empezado a sentirse en el frío. El olor que se levantaba con el agua le era tan familiar como los vaivenes de esa vía. De niña ella había pensado que este olor pertenecía a este lugar, que era único, suyo; hoy ya sabía que otros lugares del mundo compartían este exacto aroma. La desilusionaba un poco. Volvió a suspirar.
Durante el último trozo de camino una idea cruzó por primera vez su mente. Quizá lo que ella quería era imposible. «Imposible». Negó con la cabeza como si conversara con un amigo y no estuviera sola en una procesión cuyos motivos no entendía bien ni ella misma. Había venido al chispazo de un capricho. «Imposible». Por supuesto que no era imposible, pensó objetándose a sí misma, muchas parejas lo habían conseguido con éxito. Debía haberlas por cientos por aquí. Lo que ella quería no podía ser imposible; además, siempre había querido lo mismo y a todos se los había pedido clara y honestamente. Había sido buena siempre, igual con todos, sin importar lo distintos que ellos hubieran sido. Lo único que ella quería… Se detuvo frente a la reja por fin. La habían renovado y su pintura ahora era de un blanco perlado. Miró largo tiempo con sus labios finos estrechados en un trazo. Sus ojos azules, si acaso, expresaban una severa firmeza. Había querido secretamente que todo brotara de pronto, que borboteara, que se desbordara, que su interior se amotinara y de una vez por todas la tensión se resolviera en un estruendo; pero no, solamente arreciaba más y más el frío. Su tristeza se adormeció. Sus manos enrojecidas dejaron de temblar. Vio la que fue su casa durante décadas, pero no reconoció nada.