Breviario de las pérdidas
Las pérdidas se distinguen por ser involuntarias, como el olvido. La pérdida es a veces el vestido negro del olvido. A veces es la losa de la muerte de alguien amado; otras es el humo inasible en que se deshace la vida, como en la huida anormal de la memoria. No es la inexistencia: la pérdida tiene un cuerpo cadavérico invisible. La pérdida es la herida siempre posible en la carne refleja del ser vivo que es la memoria. No es casualidad que sólo la memoria humana reconozca su propio reflejo, cimiento universal de la vanidad y el conocimiento de sí. En la muerte no se nos pierde una posesión: la memoria nos atormenta o nos abruma para probárnoslo. ¿Qué perdemos, sino al muerto, que ya no podemos reconocer en la impostura helada de lo inerte? El muerto no es el cadáver. No perdemos el recuerdo, evidentemente, sino la vida ajena, que no era ajena. La teatralidad de los velorios lo atestigua: el negro deambulando, las lágrimas de afecto, de remordimiento, de compasión, de arrepentimiento, y las palabras parcas. El muerto no se extravía, se pierde. La palabra es sabia: nunca sabemos a ciencia cierta qué está pasando. Sólo sabemos que pasa. No perdemos sólo la oportunidad de decir lo que no pudimos repetir una última vez, ni la posibilidad de vivir todo en un día; no se pierden los recuerdos ni el futuro, porque ese nunca fue nuestro en sentido estricto, más allá de las suposiciones y deseos. La muerte no es menos pérdida por ser esperada. Los que pierden a un hijo no conocido aún no pierden sólo sus proyectos y esperanzas, puesto que la vida no es sólo un proyecto. Interesante sensibilidad, propia del ser humano, la que permite hablar de pérdidas manteniendo esa capacidad de la imaginación, fruto del don de la memoria.
Una sola vez en mi vida vi a alguien que iba perdiendo la memoria. Según sé, los síntomas son a veces progresivos; me pregunto a qué se debe que la memoria no huya de golpe y de manera absoluta, cosa que ni en la amnesia ni la demencia senil sucede. Puede ser por la constitución del cerebro humano, pero sospecho también que algo tiene que ver la naturaleza de la facultad del recuerdo, que se enriquece gradualmente y que hasta es objeto de la técnica del lenguaje. Sólo si concebimos al recuerdo como mera información, cabe hablar de esa pérdida como de un apagón progresivo, como si se agotara la fuente de energía. Lo curioso es que, por más que el cerebro obtenga deficiencias que se vayan empeorando, esto no explicaría del todo por qué la pérdida parece más bien llegar a extremos que interfieren con otras funciones básicas, por más que haya íntima conexión entre el funcionamiento adecuado del órgano central con todo el cuerpo. Hay algo que no es plenamente cerebral. Recuerdo los pocos rasgos que alcancé a apreciar de esa persona en cuestión. El más impactante era una especie de ausencia. Los barruntos de su voz parecían expresar una disolución interna. Veía a un hombre, no a un cadáver. El movimiento era dirigido, pues de lo contrario no había más que errar para él. Lo más preocupante era que él no parecía perdido: ese juicio lo di yo. Ese hombre no podía estar perdido porque no podía ya ser capaz de perderse: su vida se estaba yendo. Mejor dicho: todo era pérdida. Como si en ese estado se manifestara el problema de perder la memoria: una pugna inimaginable entre lo permanente y lo corrosivo. Como si la vida se fuera reduciendo junto a esa facultad. En esa pugna está sólo el polvo de la vida misma, que se acumula hasta que impide el paso de un dedo cariñoso sobre lo añorado.
Un último caso interesante de la pérdida. En las guerras y en las epidemias, los hombres se refieren a las muertes como bajas o pérdidas humanas. ¿Qué tienen ambos fenómenos que nos hacen percibir esas desapariciones como algo perdido? Sospecho que tiene que ver con la presencia implacable de la naturaleza en una, mientras que en la otra la existencia de algo que se siente propio. Las guerras funcionaban de manera teleológica. ¿Qué sucede con las víctimas de una guerra declarada, pero no asumida, y con las bajas que deja una sombra que muchos imaginan como una enfermedad por extirpar? La muerte expulsa con la sangre un barro que empantana la memoria, que la incapacita o la deja absorta. Quizá el olvido sea el lenguaje de las muertes que se visten de oquedades, y que aparecen como justificables. El intento por erradicar la muerte regó el suelo con ella. Paradoja fatal. No es sólo que la muerte recurrente erosione la dignidad, es que la violencia es la materia resquebrajada de nuestra memoria. Las muertes se olvidan: cuando no existe el homicidio voluntario, no nos asalta la fantasía de la daga que acabó con Macbeth. Queda nuestra forma del terror, que es la sospecha, el humo, el fantasma de una daga que atraviesa las calles para tocar con el frío de la noche el espinazo de nuestra consciencia, mientras la sangre se derrama sin que lo sepamos en ese momento, y la farsa inveterada, gesticulante de nuestra existencia inocente. No empuñamos esa daga, pero la tenemos clavada. Clavada en la miseria de nuestro olvido que es el cuerpo de tanta muerte. Perdemos mucho más que personas en este silencio mortal.
Tacitus