En una entrevista con un periódico muy importante, uno de los candidatos a la presidencia de este país fue afrontado con una pregunta justa. Se le pidió que dijera si acaso estaba dispuesto a investigar los casos de corrupción de la incidentalmente bien llamada «administración» actual. En un esfuerzo por manifestar la seriedad de la pregunta, el entrevistador enfatizó que quería saber si la disposición para tal investigación sobrepasaría cualquier personalidad o rango en los escaños. Ahora, una respuesta de sobada demagogia no tenía que hacer más que repetir artículo por artículo los que el preguntador había mencionado, nomás que afirmando: «¡Por supuesto! ¡Involucre a quien involucre! ¡Caiga quien caiga! ¡Seguiremos el camino de la justicia hasta sus últimas consecuencias! ¡La patria es primero! ¡Las investigaciones serán ejecutadas en pleno apego a la ley y el estado de derecho! ¡Si acaso hubiere quien corrompiere el sagrado ejercicio que este gobierno nos debiere, que no haya quien lo dudare, que por su propio peso habrá de caere!». Eso, insisto, sería lo que corrientemente contestaría cualquiera de los tantos ejercitados en las artes de eso que queda una vez que se nos pudrió la oratoria. No sería la primera vez que uno en tal posición dijera exactamente lo que se suponía correcto, sin que por ello se sintiera después comprometido a cumplir ni cercanamente lo que esas palabras nombraban. Pero no. Su respuesta fue mucho más perversa. Su respuesta fue explicar que la pregunta no es ni válida ni legítima. La pregunta, explicó el competidor, comete el error de asumir que la corrupción del gobierno es una situación dependiente de las personas que lo conforman, y de cada una de ellas; y más aún, (probablemente algo mucho peor), se equivoca el entrevistador en tener por supuesto que los problemas en el ejercicio del poder tienen causas racionales. Y todo esto lo dijo sin rastro alguno de pena.
Esta perspectiva es gravísima. Se trata del paso siguiente después de que se ha establecido la premisa del régimen actual: que la corrupción es «cuestión cultural»1. Si el desprecio de la ley es, prácticamente, nuestro folclor, la tiranía en turno no es sino una colorida presentación idiosincrásica. Debería entonces guardársele con el orgullo con el que se ostentan los bailes regionales y los mexicanismos del español. Esta treta nos quiere convencer de que el mal no es tal, sino sólo una cara de nuestra vida práctica normal. Normaliza la violencia. Insensibiliza al dolor ajeno. Asienta el horror porque fractura la relación entre autoridad y bien común. Hemos estado viviendo esto por años. Pero si bien esta idea es naturalmente repugnante e indignante, el siguiente paso, el del ahora candidato, debe serlo el doble. Si la adopción de la corrupción como cultura pretende hacer pasar a la tiranía por tradición, este siguiente giro la torna naturaleza. Y además, una naturaleza absurda. Pues que la corrupción no tiene que vérselas con la razón es decir que no hay nombres que nos ayuden a ver con claridad lo que con ella nos pasa, que no depende de que cambiemos esto o aquello, que no está en nuestras manos saber sus condiciones y que a sus consecuencias hemos de adaptarnos por la fuerza. Y por el otro lado, despersonalizar la corrupción es negar la responsabilidad de todo funcionario, fingiendo que sus acciones no son producto de decisiones como las de cualquier ser humano, sino que más bien son sucesos, producto de fuerzas inescrutables. Con ello se propaga la impunidad y el reconocimiento público de la justicia se torna un completo sinsentido. Es decir: se ha convertido a la corrupción en una fuerza cósmica sin cara, arbitraria, cruel, incomprensible e inexpugnable. No es solamente tradición, dice este señor, es la máxima necesidad. Es una fuerza ciega, fría e inhumana. No es como los bailes regionales, es más bien como las tormentas. Por eso, desde su perspectiva, tratar de buscar responsables de ella es tan gratuito como buscar a los culpables de un terremoto.
Es inaceptable, no solamente en una democracia, sino en una comunidad política cualquiera, que no existe responsabilidad. «No seas exagerado ‒pueden decirme‒, el señor nomás estaba cantinfleando porque no tiene intención de hacer pagar a nadie por los crímenes pasados, y ya». Esto, y lo que dije antes son, sin embargo, lo mismo. La única diferencia es que, quien piensa que cantinflear para justificar el crimen es un mal menor en un candidato a la presidencia está, poco o mucho, convencido de que la corrupción es tan cultural como la palabra «cantinflear». Pero la gravedad está en la defensa de la impunidad, no en si para defenderla tiene detrás un proceso simple o complicado de excusas perversas. Otro de los «candidatos» ya empezó a prometer indulgencia plenaria a los líderes del crimen organizado en caso de que pacten la dizque paz. ¿No se merecen estos dos, y todos sus congéneres igual de malhablados, algún buen castigo por decir tales barbaridades? ¡Pero claro, qué astucia!: no se podría castigarlos porque lloverán perdones para criminales y en los tribunales engordarán las vistas como nunca antes. Astucias aparte, la necedad de ambos2 es la misma. La impunidad con frecuencia se menciona como uno de los más grandes males de nuestras cuitas públicas, suficientemente como para que sea tema preferido incluso por los más hábiles demagogos criminales cobijados por la impunidad. Lo que no se hace frecuentemente es discutir qué es lo que la hace tan terrible. A esto ya los demagogos no tienen por qué entrarle. La impunidad es el resultado del cinismo que niega la justicia, y por su parte, con la negación de la justicia se admite el sinsentido que nos hunde en la crueldad. Es el descuido máximo de la razón en la vida política: el desprecio de la ley. El desprecio de la ley gangrena la imaginación, esparce el odio, segrega y enemista. Tal vida es bestial y absurda; pero la vida política es racional. Lo es no solamente en el sentido de que se teoriza, sino en el de que se discute, tiene partes, tiene tiempos, se mueve y es susceptible de proporciones. Como refiere Námaste Heptákis hablando de democracia, es un error suponer que el orden civil es una construcción ya definitiva (como si fuera una escultura de bronce y nuestras instituciones fueran los plumeros que le quitan el polvo y las cremas que la salvan de la pátina). Porque somos humanos capaces de dialogar y de explorar constantemente las formas de dirigirnos al bien común, nos concedemos entre todos la dignidad de la elección; por ello no podemos sino vernos como responsables.
Responsabilizar al criminal es hacerlo enfrentar a la sociedad y admitir el peso de sus acciones. Que pesen es una metáfora para decir que tienen sentido. El castigo es una de las caras del ejercicio de la justicia en una sociedad, por el que se reconoce abiertamente el sentido de la acción. Pero a un castigo nunca se le tiene por bien en sí mismo. Se le pone una pena a quien ha actuado injustamente porque hay un bien que pretende compensar el mal hecho. Allende las minucias judiciales sobre modos de compensación o problemas de conmensurabilidad, el bien al que aspira la pena es la comprensión. Claro, si el criminal no comprende que el crimen es injusto, se espera que por lo menos escarmiente; pero esto es lo segundo mejor, pues que comprendiera sería preferible. Al mismo tiempo, se hace público el valor de la ley. La vida política se diferencia de la vida tribal porque el castigo en la primera es celebración de la ley. El castigo ilegal impide el reconocimiento público del bien común, además de que tarde o temprano engendra el placer por el mal ajeno. En la pena está la compensación del mal que ha hecho el criminal, no porque se pague un sufrimiento con otro, sino porque se le obliga a responder públicamente por lo que hizo. Con ello la sociedad reconoce el sentido de las acciones en su seno y se fomenta que las personas que la forman puedan ver con más claridad la ley. Se aviva así la discusión al respecto de su justicia. Al dar respuesta (no solamente en el castigo), en la responsabilidad nos reconocemos como personas capaces de comprender nuestras acciones. Se niega así la vida bárbara en la que no se distingue la diferencia entre venganza y justicia, en la que el deseo de dominio para escudarse de la destrucción se acrecienta cada instante, en la que hacer un mal siempre demanda otro y en la que todos estamos inmersos en un círculo homicida de rencillas heredadas desde tiempos que no conocemos. Esa barbarie cruel de un universo que nos ve nacer al mismo tiempo culpables y verdugos, no dista mucho del cuadro éste en el que la corrupción institucional es la fuerza necesaria de la naturaleza impersonal. Si no reconocemos personas en los puestos de gobierno, no hay quien hable, no hay quien decida, no hay quien haga nada que sea comprensible como movimiento político, o sea, como pretensión del bien común. Estos candidatos no dicen lo que dicen por una improbabilísima coincidencia de balbuceos desafortunados; sus palabras son injustas: en los asuntos públicos protegen el interés privado en perjuicio del bien común. Si éstos que deben respuestas públicas se quedan sin cara, también el público se queda sin cara porque pierde el sentido de la acción; en ello poco a poco nos deshumanizamos, nos embrutecemos y nos hundimos en la crueldad. Y si estos descarados pueden tan campantes hablar tan mal frente a todos es porque al injusto le falta precisamente eso que haría al justo avergonzarse de tan brutales despropósitos. La impunidad destruye las bases de la responsabilidad política hasta que ya el discurso, como se ha quedado hueco y parece más mugido que voz, no es capaz de explicarse siquiera qué se perdió. Por eso defender el desprecio de la ley (cantinfleando o hablando muy adrede) no es una cuestión trivial, es flagrante acedia.
1 La refutación más sencilla de este tremendo disparate consiste en mostrar que es contradictorio que se conciba como cultura (en el sentido en que la frase lo pretende) aquello que es, por su propia definición, la progresiva degradación de la forma de vivir de una comunidad. Tal forma de vivir, que sería a grandes rasgos la cultura, es precisamente lo que la palabra «corrupción» describe como perdiéndose gradualmente. La manera en la que se va perdiendo sucede a causa del desprecio de la ley. Ésa es, digo, la forma sencilla de refutarlo; pero quienes suelen defenderse con esa imbécil frase son precisamente los peores incultos: quienes por vivir en la más crasa corrupción, no atienden a la razón.
2 Y éstos son nada más dos ejemplos, venidos de allí de donde podemos encontrar muchísimos otros.
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