De la materia milagrosa
Ortodoxos les llamamos, oscuramente, a quienes no están dispuestos a soltar el esquema rígido de pensamiento que la tradición impone. Heterodoxos nos sentimos en la innovación. Ortodoxo parece, por ejemplo, la imposición de lo bueno. Pero contrasta esa idea nuestra con el hecho de que nuestra negación de la posibilidad de juzgar sabiamente lo bueno es una impostura, un disfraz que rápidamente se desenmascara, aunque la idea no se extirpe fácilmente por la comodidad que trae. La diferencia entre lo ortodoxo y su contraparte no se hace adecuadamente cuando en el campo de la opinión no puede haber rectitud alguna. Nuestra supuesta afirmación del derecho a la heterodoxia se convirtió en un mal producto ortodoxo. Un éxito incontrovertido, sin duda, pero que también posee poca legitimidad. Nuestra ortodoxia no puede llamarse así realmente porque la opinión, aunque siga siendo el terreno fértil de toda orientación moral y reflexiva, se ha uniformado de manera gris. La uniformidad no es ortodoxia, sino pobreza.
De entre nuestras ortodoxas heterodoxias, resalta la “normalidad” del cuerpo. Por normalidad no sólo nos referimos al hecho de que nuestros congéneres aparezcan siempre bajo una materialidad semejante, sino a la normalidad instaurada por otros múltiples factores. El cuerpo es normal en el sentido también de una “norma”, que fija y rectifica nuestras aproximaciones a lo natural, lo erótico, lo social, lo político, lo imaginativo, lo onírico e incluso lo artístico. No parece que esta relatividad de ámbitos sea producto sólo de la ciencia moderna. Quizá la ciencia moderna haya sido elaborada con un atisbo primario de la corporalidad, que pudo haberse desarrollado y diseminado. ¿A qué nos referimos con la normalidad? Sabemos bien que los “misterios” del cuerpo nos han sido revelados, desde el sexo hasta los procesos cerebrales, aunque de éstos muchos nos sean todavía desconocidos. Pero ¿qué hizo de lo normal lo contrario de lo misterioso, de lo ignoto? Lo normal puede ser desconocido, aunque no por ello deja de ser evidente. Los primeros pensadores de la naturaleza lo mostraban. La norma del cuerpo es ya un presupuesto psicológico de quien busca respuestas por su actitud “normal”, entendida esta palabra como aquello que parece natural y regular. Pero esto es demasiado aventurado: lo normal no se comprende sin una especie de sorpresa que nos introduzca en ello, sin el estado verdaderamente natural de la ignorancia educable desde el que toda alma se enfrenta con este mundo, y que no nos abandona del todo mediante la sola experiencia.
Aquello que parece la evidencia previa tiene una interpretación que lo convierte en lo normal. ¿Por qué nos rige la idea del cuerpo? ¿Acaso no es constatable en cualquier acto sensible? Lo es, pero acaso perdemos de vista lo más importante de nuestra relación con la materia: la incapacidad de separarse de algo que la haga estar y ser de tal modo. El “cuerpo” humano es un fenómeno que vemos y pensamos distinto a los vegetales. La visión misma de la materia implica no un acto material o espiritual, sino una constancia entre la sensibilidad y lo que la mantiene. El erotismo del ser humano no es una característica ajena a su existencia como ser vivo, siempre y cuando veamos que la relación entre los “cuerpos” que abre el erotismo no puede nunca ser abstracta. El cerebro cumple sus funciones con indiferente regularidad, aunque no puede eso decirnos nada sobre la experiencia de enamorarse, o de conocer. No nos dice nada porque la explicación de la experiencia requiere de aclaraciones ontológicas, de exploraciones literarias y de la palabra, no de esquematismos descriptivos. La verdad sobre el cuerpo no es necesariamente lo mismo que la evidencia de lo material. Podemos saber lo que sucede tras el apareamiento sexual, el número y orden de las sustancias que produce el deseo, puede haber clasificación de los fetiches y técnica anticonceptiva sin que eso deshaga del todo nuestra perplejidad inicial. El milagro podría estar presente sin que tengamos los ojos para verlo.
¿Se está negando la capacidad inigualable de la ciencia? No, pero se puede resaltar el carácter pragmático que desde hace tiempo impera sobre buena parte de sus descubrimientos. ¿Podría comprenderse al cuerpo como una regla pragmática del pensamiento? Eso puede orientarnos a interrogarnos éticamente sobre la aparente necesidad que vemos en nosotros de acudir a lo corporal en el ámbito del deseo. La normalidad del cuerpo, por ejemplo, es el dogma que permitió la “liberación” de éste. Pero ¿qué se liberó? Nuestra ortodoxia sobre el cuerpo trastabilla en este caso, porque no nos sabe decir cuál es el ámbito de la libertad. La norma del cuerpo conlleva una producción imaginativa que no se explica siquiera desde la separación entre el espíritu y la materia. ¿Somos libres del cuerpo, o de los prejuicios sobre él? La libertad, no obstante, tiene que ver con los actos. ¿Qué decisiones conlleva la idea del cuerpo? Ahí está propiamente la dimensión ética que tiene todo el peso de la responsabilidad. Decimos que esa liberación nos hizo más responsables, aunque eso no es del todo claro. La pregunta política por la justicia y su contraparte en el conocimiento ético de la virtud nos ayudan a ver que la prudencia es la verdad en el ámbito de la autarquía. La vida feliz es placentera, pero no hedonista. Nuestra libertad es la apariencia de una engañosa esclavitud. Sólo hace falta ser un poco suspicaces para notar que el deseo no se aclara en nada ni se guía meramente por cuerpos. La “heterodoxia” moderna del cuerpo es reacia a contemplar la rectitud en la práctica.
Tacitus