Cuando regresamos del exilio, la ciudad estaba cubierta por completo de tela de araña. Las autoras de semejante puntada se habían ido a devorar el azúcar del siguiente pueblo tal y como lo habían hecho con el nuestro. Nadie salió herido en esta ocasión, excepto nuestras mascotas que ahora yacían inmóviles, secas envueltas en la fina resaca de un mórbido bacanal. Tal vez no lo crean quienes no han vivido una experiencia semejante, pero la última vez que nos invadieron, perdimos más de cien hombres tan solo en la limpieza de la ciudad. El tejido es tan fino que sería invisible si no abundara como lo hace ahora, recubriendo cada centímetro del terreno habitable. Hemos aprendido la lección. Esta vez no estamos dispuestos a que alguien muera asfixiado por esa maldita tela. Esta vez, le prenderemos fuego, es la única manera de asegurarse que no quedarán huevecillos otra vez.