Semanas atrás, Yaddir escribía acerca de las dificultades, en la vida universitaria, para preguntarse por el bien. Para ello relató un curioso cuestionamiento planteado por un profesor a sus alumnos. Le pidió que dieran un ejemplo de héroe y así evidenciaron su densa oscuridad sobre la virtud. La pregunta parece inusual. Cualquier estudiante, en cualquier grado, la toma a broma o inmediatamente pregunta receloso el para qué. O también lo que señala Yaddir: con facilidad responde la pregunta y piensa un superhéroe. La extrañeza o simpleza que provoca la pregunta, desnuda nuestra educación.
Rara vez se asocia la moralidad con educación universitaria. Lo anticuado del concepto no va con lo vanguardista de la universidad. Al contrario, se oponen . El ejercicio crítico repele las ideas y convenciones establecidas. Costumbres y esquemas de comportamiento son rasgados por los jóvenes, y eso nos resulta loable. Lejos de orientarnos, la moralidad sofoca el espíritu humano. No hay rectitud, sino pérdida de libertad. Toda moralidad es atentado a la felicidad, menoscabo de placeres y alegría. Otra versión es la educación formal y cordial. Un respeto vacuo, una tolerancia comodina, una paz cómplice y silenciosa para evitar inconvenientes. En ambas versiones la idea de bien se diluye. En la primera pierde su importancia y en la segunda es incómoda. Las consecuencias inmediatas, fácilmente reconocibles, conforman el único fin de la acción. Es lo único que importa en tiempos productivos.
A pesar de ello, lamentamos la corrupción. Sentimos un horror estrepitoso al descubrir las cuentas saqueadas o rozaduras con lo ilícito. Por ejemplo, el socavón del Paso Exprés no sólo molestó por la incompetencia de los ingenieros e inspectores, sino indignó por la negligencia catastrófica. Malos manejos y omisiones voluntarias sí sentaron las bases para que hubiera fallecimientos. No por nada, de manera acuciante, se pedía prisión para los responsables. Una verdadera molestia se veía en los reclamos. La inmoralidad del profesionista despierta la moralidad aletargada. Así, un matemático, arquitecto, químico, diseñador, no queda exento de la pregunta por lo bueno. Como cualquier otro hombre —docto o inculto— puede ser considerado como perverso o vicioso. Por más que intenten evadirlo, el problema no desaparece a las morales que pretenden acabar con la moralidad.
Fácilmente, sin preguntárnoslo, aceptamos la distinción entre práctica y teoría. Asumimos que la universidad se encarga de la segunda y nos alista para la primera. Comprobamos mediante experimentos o excursiones lo que aprendemos en el salón de clases. Sin embargo la distinción oscurece el hecho de la moralidad como coronilla del hombre. Creemos que el acierto de una no lleva necesariamente a la otra. De ahí la necesidad de comprobación; la teoría no es tan evidente, la práctica, su auxilio, le corresponde verificarla. Una lleva a la otra. La educación es vista como capacitación laboral y pierde toda posibilidad de excelencia. La vida laboral sólo aprovecha los conocimientos. Cumplir y ser retribuido sustituye a la justicia del trabajo. La limitación oscurece más el descubrimiento por lo moral y lo últimamente bueno. La eficiencia reemplaza a la plenitud. El éxito de las mal llamadas humanidades, su mínimo triunfo, debería ser disponernos para cuestionar lo que entendemos por práctica.