Enemistado de los suyos y muerto a sus manos, lejos de los muros de su tierra, Hipías hijo de Pisístrato supuestamente había caído en este lugar de Lemnos que ahora un campesino y su hijo joven visitaban.
Después de días de viaje en rabioso silencio, por fin el muchacho se atrevió a decir lo que tenía en su mente indignada: «¿Por qué hemos venido hasta aquí a escondidas de todos, a rendir reverencia, padre, a un cobarde traidor, aliado de los persas, enemigo más que cualquier otro del pueblo, de la ley, y de las familias como la nuestra?».
Su padre lo abofeteó. Luego de un respiro dijo: «No te atrevas a hablar así ni de éste ni de ninguno de los Pisistrátidas. Mucho menos de Pisístrato mismo, cuyo régimen fue benévolo como el de Cronos. Ignoras lo que yo, pero ahora te contaré la razón de nuestra fortuna y entenderás tu insolencia.
«Tu abuelo era un labriego pobre pero orgulloso. Él vivió la democracia de Solón y amaba más que cualquier otra cosa la tierra. Llegó el día, no obstante, en que sin siquiera levantar la voz Pisístrato usurpó el poder en Atenas. Siendo un hombre de carácter templado, de acción mesurada y de astucia preeminente, evadió casi cualquier disputa que pudiera darse contra su régimen auxiliado por su inteligencia y el carisma que tanto favor le había ganado entre los ciudadanos atenienses. Decidió fortalecer el campo haciendo que nunca un agricultor requiriera viajar a la ciudad con ningún motivo. El trabajo floreció y se multiplicó como nunca antes, y con ello también prosperó el tirano. A cambio, tan sólo pedía dar en impuesto una porción de lo que produjera la tierra. Dio tierras a los que habían perdido todo y dinero a los campesinos más necesitados, con tal de que pudieran mantener su labor; pero no a tu abuelo. Él, labriego pobre pero orgulloso, resentía la tiranía desde el fondo de sus huesos. Rechazó la ayuda y escupió a los pies de los heraldos del tirano. ‹Lo que produzco en esta tierra es mío –decía tu abuelo–. No hay justicia en que nadie done lo que a cada quien le corresponde›. Sin embargo, no podía resistirse al gravamen. Así que pasaron los años y con cada colecta más dolía su orgulloso corazón.
«Un día su resolución se asentó y decidió morir sin entregar un gramo más de los deleites de su tierra. Salió al campo de madrugada y en vez de arar, en vez de plantar las semillas, en vez de ordenar al boyero, se dirigió al centro del terreno y hundió sus manos en los canales de tierra suelta. Buscó algo por un rato, escarbó y sacó al fin una piedra de buen tamaño y la colocó a su lado. Luego otra. Luego otra más. Una tras otra, desenterró piedras en todo su lote, arruinando las filas del sembradío, hasta que se puso el Sol. Las colocó en una carretilla y las llevó a limpiar. Así pasaron días, mientras tu abuelo comenzaba a enfermar y el hambre empezaba a asentarse en los vientres de todos nosotros en su lote. Su mandato había sido que permaneciéramos desocupados, sin hacer nada, y su palabra era la ley de la casa. En nuestro miedo creímos que el anciano había perdido la razón. Él no lo sabía, pero Pisístrato tenía la costumbre de dar paseos por el campo, arreglando en persona las querellas privadas de los labradores, ahorrándoles el viaje a la ciudad. Este día, Pisístrato venía acompañado de su hijo mayor, Hipías, como ocurría últimamente, pues el mozo ya estaba llegando a la edad del juicio y aprendía a gobernar. Aproximose en su carroza y se admiró al punto en cuanto vio a tu abuelo sacando piedras de la tierra con los dedos ensangrentados y la espalda temblorosa. Hipías miraba atónito con la sorpresa sumada a la curiosidad de ver a su padre hundido en contemplación.
«El tirano bajó, acompañado por su hijo, y se dirigió a pie donde tu abuelo jadeaba concentrado en su inusual actividad. Sin presentarse le preguntó:
«‹Anciano, ¿qué clase de cultivo es éste?›.
«‹Estoy cultivando dolores y pesares –respondió tu abuelo después de un rato. Ignoraba con quien hablaba–. Dolores y pesares, hombre, todos los que pueda producir esta tierra mía, con tal de que una porción de ellos sea de Pisístrato cuando injustamente colecte el impuesto que, según afirma, le corresponde›.
«Hipías, que desde entonces guardaba el fuego de la majestad en su abdomen, estuvo a punto de espetar; pero Pisístrato se soltó a reír. Tu abuelo, pobre pero orgulloso, creyó que estaba siendo insultado. Pisístrato habló cuando calmó su risa y dijo:
«‹Anciano, tu lengua es libre y tu ingenio brillante. Yo soy Pisístrato, el tirano, gobierno todos los lotes en este campo y aquéste es mi hijo Hipías. Veo que nada amas más que la justicia y acorde a ello seré justo contigo. A partir de hoy este lote, único entre todos, estará exento de impuesto. Ya sea que lo cultives tú, o tus hijos, o los hijos de éstos, hasta que el hierro flote en las aguas del mar. –Y después de que sonrió ante la incredulidad de tu abuelo, añadió–: Con la única condición de que nunca más se cultiven aquí pesares en lugar de provechos›.
«Cuando se iban, tu abuelo los siguió de cerca, dudando sobre cómo agradecerles. Así escuchó el principio de la conversación que tuvieron Pisístrato y su hijo camino a su carroza. Hipías preguntó a su padre por qué le habían dado a esta familia lo que no tenía ninguna otra, y a ello Pisístrato respondió: ‹Hipías, un claro al centro de una tormenta es raro y precioso; lo es más el broche dorado de Odiseo con un sabueso y un cervato labrados; más todavía que éstos, un buen consejo en boca de un extraño. Y con todo, lo más insólito es un hombre preocupado por la justicia›. Éstas fueron, sin engaño, sus palabras, tal como me las dijo tu abuelo. Desde entonces nuestro lote es el más rico de todo el campo y la fama de Pisístrato como hombre prudente se acrecentó. A él y a su familia la nuestra le tiene una gran deuda de respeto de aquí hasta el día en que el hierro flote en las aguas del mar».
El joven miraba con deferencia a su padre, callando sus preguntas; y entre éstas calló su confesión: él ya había escuchado esta historia del propio aliento de su abuelo hacía años, en una de sus últimas tardes antes de que sucumbiera a la enfermedad. Y por eso sabía que su padre no conocía el final de lo que el anciano había oído decir a los tiranos. En tal silencio los campesinos rindieron reverencia al Pisistrátida y asistieron a las inmolaciones de esa noche a nombre de Hefesto. Pero en todo, el muchacho tenía la mente prendida de la historia de su abuelo. Éste le había revelado que por más rico que fuera, vivía en la vergüenza, pues nada se atrevió a decir cuando Pisístrato habló así a su hijo: «Y con todo, lo más insólito es un hombre preocupado por la justicia. La mayoría, en cambio, se preocupa únicamente por tener lo que piensa que es suyo. Aprende esto y podrás ser señor sobre cualquier campesino».