Noche negra

Al preguntarle a un viajero que se interesaba en el alma cuál era el rasgo distintivo del hombre, él respondió: su vanidad. El viejo hábito de verse en el espejo se hacía más constante, hasta durar horas enteras del día; las personas vivían de mirarse, de formarse una personalidad a partir de la imagen que, según creían, los demás querían que se viera de sí mismos. El espejo se había interiorizado, la vida cabía ahí y se podía moldear. El espejo era más oscuro, pero por alguna extraña razón se le suponía más transparente, gustaba más y era más usado. Al parecer, lo mejor que se podía hacer en la vida no era examinarse uno mismo minuciosamente. ¿Cuántas capas del alma humana cubría el espejo negro?

Volverse personaje del propio cuento no es una invención de los smartphones ni de las redes sociales; quizá Narciso era tan vanidoso que inventó su propia historia. Las personas encontramos un incomparable placer en saber de nosotros mismos con términos agradables. La propagación de las imágenes ilusorias se facilita con el suponer feliz al famoso. El famoso no se vuelve feliz por ser famoso, lo cual muchos atestiguan, pero encuentra un consuelo en el reconocimiento. Quien no es famoso cree que el visto por méritos que transcurren lo que dura una tendencia en Twitter es feliz e intenta emularlo. Pero aparecer en las aparentes redes sociales no es la única manera de buscar a la seductora fama o a su poderoso hermano el éxito. Hay quienes, con una mirada a hurtadillas al arte, buscan inmortalizarse, garabatearse en una pintura, escuchar sus carcajadas en su canción, rallarse en sus escritos, romper la barrera entre artífice y artificio. Desafortunadamente, pretender desafiar la barrera del tiempo va más allá del simple gusto en mirarse a través de cualquier espejo, se requiere desafiar la simpleza de cualquier prejuicio, o lo que es lo mismo, se requiere actuar rompiendo cualquier cliché de comodidad. Zeus no derrotó al poderoso tiempo a base de quietud.

Nietzsche acusaba de filisteos de la cultura a quienes degradan al hombre a la pereza siendo perezosos en su preguntar por el hombre. Decir que el hombre es un misterio viviendo, sintiendo como un cómodo burgués le parecía une peligrosa hipocresía. La cultura no es algo que se exhibe a través de los cristales admirándola a hurtadillas. La cultura nos obliga a ver al hombre en toda su posible grandeza y en su inminente pequeñez. El artista que se admira demasiado a sí mismo corre el riesgo de deformarse perdiendo de vista la realidad, olvidar lo bueno seducido por lo cómodamente agradable; tiende a perderse en sus fantasías.

Yaddir