Cierto día, un rey poderoso
envió a un mensajero ligero
y brioso, a buscar el permiso
del reino vecino, para que su hijo
a la princesita se llevara,
tras contraer matrimonio.
Pensando en los nietos
el rey no sabía, o más bien ignoraba,
la maldición que la princesa tenía.
El mensajero, más inocente
que su soberano, a cumplir el encargo
partió más que raudo.
Pensando en volver pronto
no se le ocurría en ver a la amada.
Ella entendería, que su diligencia
bien se premiaría, quizá con oro
tal vez con plata.
Con una imagen del príncipe,
el mensajero va a hacer de cupido.
Tras hacer un fatigoso viaje
consigue audiencia…
Por el rey y la reina será recibido.
En el salón del trono, no está la princesa,
ajena a su destino se limita a vagar,
algunos la ven por el castillo caminar,
saben que es curiosa y que en ella no hay mal.
Mientras la princesa vaga
se habla de su dote y de su destino.
Nadie ve una rueca cambiando el camino,
porque la pequeña su dedo se pincha,
porque cae dormida junto con el reino.
Todo el mundo duerme,
hasta el mensajero,
él no regresa a casa por estar durmiendo.
Va pasando el tiempo,
la mala hierba todo cubre,
lo que fue castillo, ya se está perdiendo.
Dicen que cien años duró la siesta,
porque eso tardó en aparecer un mozuelo,
un chico atrevido, que a la durmiente
le robara un beso, y que al despertarla
despertara al reino.
Parece que todo regresa a la vida,
hasta el mensajero, quien busca
la mano de quien profundo dormía,
y quien sorprendido ve su misión fallida.
El diligente, e incrédulo hombre
sale de ese reino, esperando encontrar
a su rey para darle la noticia:
para decirle que con esa princesa
no obtendrá un nieto, al menos no de sangre.
Pero a su regreso, ya no encuentra al rey,
quien lo recibe es el decendiente
de quien lo mandó al otro pueblo.
Asustado corre, el pobre mensajero.
Busca a su amada, lo que encuentra
sólo es su recuerdo… Una tumba fría
con un nombre grabado,
el nombre de su amada dejado ahí
por quien fuera su esposo, sus hijos y sus nietos.
De buen cupido la hizo el pobre mensajero,
Se durmió cien años, para despertar
para recordar y ser ante los otros
un mero recuerdo.
Maigo