Perfil
El amor se expresa en los silencios que buscan no apurar el misterio de otra alma. En la palabra, perfila la existencia de lo bello, que inunda hasta ámbitos de lo vulgar, afirmando un peligro latente, una confusión al filo del placer en la imagen. Que esto último no nos confunda: las imágenes son placenteras, pero es la imaginación y, por ende, nosotros quienes con ellas nos deleitamos. ¿Es que la diferencia entre lo noble y lo reprobable es meramente estética en la imagen? ¿No es eso un atropello de esa facultad que ilumina y nos extravía en el amor? Difícil es separar los mitos que elaboramos en torno a nuestro erotismo de la posibilidad de que sea él la sede de la verdad en nuestra vida. Las discusiones sobre lo exterior y lo interior manifiestan algo extraño: ¿qué justificó separar ambos ámbitos para decidir sobre dos bellezas distintas? ¿Qué hay en un rostro bello que pueda compararse con lo que llamamos un alma bella, si según esa misma distinción parecen corresponder ambos ámbitos a dos categorías distintas?
Parece que la separación obedece al fenómeno de lo visible: lo interior se manifiesta de manera distinta, es, en relación a lo ocular, invisible. Esa distinción es insuficiente, porque lo bello, como señala la pregunta por su ser, no es una cosa. Es lo bello, extrañamente, lo que permite señalar a las cosas bellas. La educación tiene algo que ver con la experiencia de la belleza, pero ella no puede producir la idea misma de lo bello. La belleza de un poema espera de esa capacidad para acariciarnos en ágil comunión: se nos escapa cuando vemos sólo la métrica, y también si aislamos el sentido de la estructura, el sonido y el sentido. La composición siempre es teleológica porque tiende a la unidad, incluso en los experimentos más extremos. Lo bello no se goza por acumulación: el mundo se aclara y se revive desde la visibilidad primaria de lo bello, ámbito del hombre. La producción y los actos son signos en los que el hombre habla esa constante. La poética del amor y su cursilería serían inútiles e inefectivas sin la complacencia amorosa por una sonrisa, por la repercusión afortunada o desafortunada que nuestras señales tienen en otros. Son esas repercusiones las que buscamos.
¿Hay medida alguna para el amor? El hombre la ha puesto siempre. El mero hecho de decir que hay diferencia entre el amor y el sexo, por la cual el acto sexual no debe interpretarse como señal de enamoramiento es una especie de medida. La tendencia a relacionar lo bello con la pregunta por lo bueno es tácita: tan incuestionable para nosotros resulta cada palabra por la misma razón. No hará falta mucho pensar para reconocer que nuestras desilusiones no sólo esconden la verdad de nuestras expectativas: nos equivocamos en juzgar lo que es deseable al perseguir lo eficientemente reconfortante. Lo que nos reconforta tiene siempre la máscara de lo mudable: de ahí la idea manida de que la infelicidad es una constante. Extraña cordura es esa la de quienes reducen la belleza a la sensación aislada. Es razón profunda la que asocia la vanidad a la visibilidad de los rostros bellos: alcanza el dominio de esa voz que se debate cada día por el otro, por la imagen ante el otro, por el ser de lo que perseguimos, llorando en los fracasos, sonriendo ante los éxitos.
Tacitus