La voz en la palabra
De la razón se aduce que es una especie de guía inserta en la actividad del hombre. Se mezcla con el pensamiento, se confunde a grados complejos con él, al grado que distinguir ambas palabras en el uso cotidiano parece conllevar una dilucidación de la estructura de nuestra experiencia “interna” (no necesariamente subjetiva) en relación con otros hombres (pues la interioridad no es el principio de ninguna relación) y con el mundo. La razón se atribuye la capacidad de discernir en el ámbito más elevado, al cual sólo tenemos acceso por generalidad la mayor parte de las veces (lo llamaos ámbito teórico), y de ser la facultad que propiamente distingue y relaciona fines con medios. Hay que notar que el intento de reflexionar por la razón, si bien fácilmente se puede emancipar de explicarla únicamente a raíz del materialismo (el principio formal y evidente de la metafísica moderna lo distingue en su origen) no requiere de utilizar la palabra alma en sentido estricto. Alma racional no es lo mismo, para nosotros, que lo que implicaba en la definición de animal racional, porque la vida misma pasó, junto a la razón moderna y por medio de ella, a ser una especie de esquema del movimiento biológico. La pregunta ¿qué mueve lo material?, lleva al problema de los ámbitos de la razón porque sólo a través de ella pueden fundarse tanto los principios de la adecuación entre el entendimiento humano, como producto de la razón, y la ciencia moderna, así como el problema de la posibilidad de una ética racional. Los dilemas modernos de ética conllevan en ellos la evidencia de que no nos concebimos más como almas racionales.
La pregunta fundamental de la ética es: ¿hay alguna manera de vivir que sea la mejor para mí en tanto hombre?, implica que, si bien, la existencia de esa forma de vida pueda llegar a verse en comunidades humanas (no hay vida humana buena que prescinda de otras vidas, pues es naturaleza la política), es decir, que la virtud quizá sea posible de apreciar en un tipo de vida, dedicada quizás al servicio y al honor, al honor por el servicio, el juicio de aceptar que tal forma de vida es suficiente no necesariamente está exento de cuestionamiento. Un problema constante de la política, lo sabe el demagogo, es la posibilidad de que los deseos particulares se relacionen conjuntamente, que las acusaciones por lo innoble, las ideologías, la opinión misma se guía por la persuasión de la palabra: esto es problema no porque eso sea posible de evitar, sino porque la política misma parece guardar la pregunta de si esas relaciones, así como el bien común, pueden llegar a mantener justos a los hombres que concuerdan o disienten. Este ejemplo no es aducido para alertar sobre la necesidad de una comunidad que se cuestione todo: probablemente tal cosa no sea posible. El mejor régimen posible para los hombres no es lo mismo que las ideologías de partido. Es un problema que atiende a la naturaleza misma de los hombres en sociedad. Si bien la comunidad requiere fundarse en historias, leyes, costumbres, eso no implica que éstas les impidan acercarse a lo que, como hombres, pueden llegar a ser. Con esta posibilidad existe la apertura para hablar de vicios y virtudes, por más extrañas que éstas resulten. ¿Qué sucede si la virtud, en vez de un interrogante, se plantea como una producción educativa o como una malinterpretación de la naturaleza misma del hombre? La pregunta por el mejor régimen no hace abstracción infundada del hombre precisamente porque no trata de ser un principio racional moderno.
La acusación más constante a la posibilidad de pensar el mejor régimen requiere de la razón moderna, de su producto para pensar el ámbito de las acciones humanas: la historia. El prejuicio más común en torno a ella proviene de la relación causal entre el presente y el pasado de una situación política. No obstante, esa apreciación proviene de algo más fundamental: la historicidad de toda experiencia humana, del acceso a la práxis misma a través de la historia. ¿Ese acceso requiere necesariamente de una confrontación con la pregunta por lo mejor? Es decir, si bien lo mejor no puede pensarse sin un conocimiento del hombre y de la situación, también es cierto que «hombre» como género y justicia como virtud, no significan lo mismo que destino y humanidad. Es decir, lo mejor para el hombre requiere de una reflexión por la naturaleza humana en el sentido de la posibilidad de vivir bien, y esa pregunta, aunque no pueda obviar el contexto que la rodee, permanece como una inquietud que requiere de una fundamentación, lo cual conlleva ya el cuestionamiento mismo de lo que le rodea. La razón humana no necesariamente da preceptos universales para la práctica; antes bien intenta que el deseo (natural) se incline por lo mejor. La relatividad de lo bueno no implica una relatividad de su conocimiento. De tal modo, sigue siendo nuestro problema pensar si vivimos bajo la razón moderna al aceptar los valores como axiología moral, o reconocer la imposibilidad de la ética al haber notado que la razón es un disfraz de la voluntad de poder. A estas opciones muy contradictorias, se opone el deseo de seguir preguntando por la virtud. Si se desea extirpar el problema de Dios y el alma de esa pregunta, la razón decae en los vericuetos modernos.
Tacitus