La confusa coexistencia citadina

«A quienes así les es ordenada la vida,
¿no les queda alguna actividad necesaria y plenamente apropiada?
¿O cada uno de éstos ha de vivir su vida siendo engordado como ganado?».

–El extranjero ateniense en Las leyes, de Platón.

La convivencia es el latido natural de la comunidad política. Cosa muy distinta es la coexistencia, aunque haya quienes no encuentren la diferencia. Coexisten sin problema muchos animales, siempre y cuando se encuentren rondando en un mismo lugar1. Coexisten minerales en las venas de la tierra y en la carretilla del minero. Coexisten los astros en el firmamento y los neutrones en un núcleo atómico. Coexisten ruecas, tubos, goznes, cadenas, bandas, pistones y perdigones en alguna máquina ruidosa que alguna incomodidad nos ha de resolver. En verdad, si uno se esfuerza bastante, coexiste prácticamente lo que sea, siempre que ahí esté al mismo tiempo que algo más. Por supuesto que coexisten las personas también: se visita cualquier día laboral el transporte público y listo, fin de la investigación. Ahora, que convivan los que están diario metidos en los autobuses y trenes subterráneos… eso es mucho más difícil. Decir que un grupo coexiste es hablar de una relación coincidental, ya sea que tenga fondo arbitrario («ya estaban esos objetos ahí») o que sea convencional según algún campo semántico en el que uno está interesado («vamos a poner esto y aquello ahí»). Cambia la cosa cuando se dice que hay convivencia. Cambia porque ya entonces se está hablando de vidas que se acompañan. Sólo el muy cínico olvida la vergüenza diciendo algo tan obviamente falso como que es lo mismo estar solos pero amontonados y estar todos amigados. Y con todo, hay muchos no tan cínicos que sin embargo confunden la política con la administración de los coexistentes.

La confusión empieza pensando que el bien común es la conservación. Éste es el primer paso en un camino2 que, de seguirse, lo lleva a uno a la casi natural conclusión de que la felicidad humana está en la máxima extensión de la existencia en la que la mayor cantidad posible de deseos son satisfechos, cueste tal estado lo que cueste. ¿Cómo hallaremos tal cosa? «¡Qué pregunta! –tenemos que contestar medio desdeñosamente–, si es claro y distinto: progresando». El avance se dirige, obviamente, hacia la eficiente organización de los recursos humanos que garantizarán menos dolor y más placer todo el tiempo posible. Cuando cada sujeto funcione de acuerdo al sistema, todos disfrutarán al máximo de este bien. En estos términos, se puede decir que tal bien es común. De ahí parece que se vale decir que las personas viviendo así, conviven. La confusión supone que hay convivencia cuando los coexistentes del montón están tan ingeniosamente administrados y mantenidos, que al atender sus necesidades individuales atienden en ello las de los demás (casi por consecuencia colateral). ¿No es éste un hermoso dominó?: hasta cuando los deseos se descarrilan hacia el espacio prohibido en el que afectarán el derecho ajeno3, se encuentra el alivio en el psicólogo, quien a su vez desea un exitoso consultorio rebosante de pacientes descarriados. Ahora, no hay que malentender: que haya una confusión no quiere decir que este acomodo de nuestra coexistencia sea imposible. Por supuesto que un montón de partes se puede manejar dadas determinadas funciones claramente delimitadas; eso no está a discusión y con un reloj basta de pruebas. Se puede administrar y se puede organizar de maravilla un cúmulo de personas con propósitos muy diversos. Se puede aspirar a que todas las unidades de un compuesto complejo se mantengan sobreviviendo sin dolor por mucho tiempo, y que produzcan mucho, para todos, de manera muy eficiente; pero no es ahí donde está la confusión. Se confunde quien la nombra «convivencia», porque supone que tratando de estas administraciones hacemos lo mismo que tratando acerca de lo preferible. Pues ni el mejor armado reloj humano es preferible junto a la aspiración de una sociedad en la que hay amistad.

La ciudad no se forma solamente para que el ser humano se mantenga, sino para que viva bien. La aspiración por una vida mejor es fuente de convivencia. Convivir difiere de coexistir en la misma medida en que difieren vivir bien y sobrevivir. No importa quién quiera tomarlos como lo mismo ni cuánto se esfuerce en presentarlos así, no lo son. En el diálogo platónico Las leyes, se planea la fundación de una ciudad. Al distinguir en ella entre la supervivencia y la buena vida, uno de los personajes afirma con una convicción entusiasmada que hacer como si fueran lo mismo deberá ser considerado una afrenta impía y deshonrosa, pues quien opina de ese modo tiene a su propia alma por algo vil y despreciable. Puede que sea así. Esa dramática exposición resalta la esterilidad de una vida extendida solamente por amor a la conservación. Bien conservadas, las momias. El bosquejo del alma vil y despreciable está delineado por la sinrazón: la supervivencia a secas es existencia sin razón, desprecio por la palabra. En la vida pública esto es desidia. Si se va a decir con pose solemne que lo mejor para el hombre es mantenerse el mayor tiempo posible, deberíamos estar preguntándonos con toda seriedad si como principio de conservación de las naciones no superaría a las leyes el formol. El problema es que considerar el propósito humano en la mera conservación equivale a deshumanizarnos. Es decir que la vida humana no tiene sentido. Pero esto es un oxímoron. No se puede razonar que no hay razón. Incluso los defensores más cínicos de esta enajenación de la razón nos dan razones, hablan para dar explicaciones, tratan de persuadirnos, intentan mostrarnos el sentido de sus opiniones sobre la existencia. En realidad, en sus esfuerzos lo que llegan a hacer es defender que el propósito humano está malentendido, no que no haya tal. La razón se defiende en la evidencia. En cambio, la defensa racional del despropósito es un despropósito. Eso es obvio. Negando todo principio y finalidad, los nihilistas comprometidos que engendran las consecuencias de sus convicciones no defienden nada, y si acaso hacen ruido alguno, sólo balbucean. Además del que niega los principios y los fines está también el escéptico, que no los niega sino que duda de ellos. Pero igualmente hay dos tipos de escéptico: uno va al doctor cuando se enferma, el otro piensa que tirarse a un pozo y no hacerlo son lo mismo. El primero no es tan escéptico que dude sobre todo en su vida, el segundo ya no está. Si de éstos, o de los nihilistas, o de los demagogos, o de entre cualesquiera otros, alguien finge tener buenas razones para el despropósito, es o un idiota o un miserable4. Y sea lo que sea, es responsable de un mal nefasto para la vida pública. Tal vez por eso el personaje del diálogo platónico, mientras juega a que es legislador de la ciudad que fundan, condena legalmente tales desatinos en el discurso público.

El asalto al sentido desemboca en mudez, locura, sinrazón; y al revés, en su defensa hay razón, propósito y diálogo. Esa apertura nos permite percibir lo preferible en nuestras vidas compartidas. Sobre ello conversamos y elegimos, y finalmente, nos responsabilizamos de las elecciones que se aclaran frente a todos gracias a la ley. Hace poco lo dijo bellamente mi amigo Námaste Heptákis: «Lo mejor del hombre es aquello que lo hace más real, más plenamente humano»5. La vida pública se vivifica en la conversación porque nos es común el bien humano como búsqueda constante. La conversación puede fundar ciudad. Pero para ello, debe confiarse en la palabra, debe venerarse la ley, debe celarse la razón. Estos cuidados no se dan en la coexistencia desde donde no significan nada, sino en la convivencia porque en ella no solamente estamos, nos acompañamos. La supervivencia es a la buena vida lo que la coexistencia es a la convivencia. Sólo en la convivencia aflora la amistad, allí donde los que coexisten a secas buscan la tolerancia (tan políticamente correcta6 y tan conveniente a mercaderes que harán entre ellos un buen bisnes). Una forma de organización sin convivencia conviene más a una botica, a un zoológico, o hasta a un campo militar, que a una ciudad; en ésta vivir así es enfermizo y asfixiante. Es una vida indigna. Si es mejor vivir que no hacerlo, mejor es vivir bien que vivir de cualquier modo; y en esa misma medida, mucho mejor que administrar la coexistencia, es cuidar la razón que nos ayude a convivir. Después de todo, no ha nacido quien pueda honestamente negar lo que todos percibimos, no importa cuan cínico, nihilista, escéptico o pedante sea: que mejor que vivir en soledad es, y por mucho, vivir en amistad.


1 Advertencia: qué quiera decir «mismo lugar» puede variar según el relator.

2 Por cierto, en nuestros días este camino está mantenido en excelente estado, empedrado, limpio, iluminado y abundante de descansillos para evitarle a uno cualquier clase de molestias desde el primer paso hasta el final.

3 En cuyo respeto está la paz, cual nos lo dijo don Benito Juárez.

4 Hay elogiados doctores con su título en filosofía que dicen que el origen de la crueldad es la razón y que el animalismo es la alternativa más justa junto al destructivo humanismo. Así los habrá siempre, no debe sorprendernos. Y las vacas siguen mugiendo.

5 Ver nota 4. Justo arriba.

6 Este concepto de lo «políticamente correcto» es ya tan corriente entre todos, y al mismo tiempo tan especializado en su significado en contraste con los significados de las dos palabras que lo forman, que pienso que debería construirse un neologismo que lo denotara. Debería ser uno chistoso o cuando menos juguetón, para que reflejara el uso irónico que hacemos de la frase. Palabras que me vienen a la mente son la flexiortodoxia, lo ortopolítico, o la doxinestesia, pero no estoy convencido de que alguna sea satisfactoria. [ACTUALIZACIÓN: Námaste Heptákis ha propuesto una palabra mejor que éstas: timagogia. La propuso aquí y explicó sus razones].