Juicio

Y señalando con su dedoSigue leyendo «Juicio»

Eres lo que lees

Atrapado en una espera interminable, me dispuse a hojear unas revistas para fingir que no estaba aburrido. Las revistas resultan entretenidas porque hablan de muchos temas que interesan, pero no pasan de presentar imágenes de la vida. Especifico que se trata de las revistas más vendidas, aquellas que destacan las opiniones que reafirman las opiniones de la mayoría, las que son como las charlas con los mismos conflictos cuya solución es lo último que importa. Vender un estilo de vida que se quiere comprar pero no se sabe cuáles son los pasos para tenerlo. Quizá las revistas especializadas, como las literarias o las de ciencia, no estén en el mismo tenor. Aunque las revistas especializadas en temas elevados, así como las revistas que presentan los temas top, ¿pondrán en duda la afirmación “eres lo que comes?”

Somos lo que comemos. Sí, tienen razón. No podríamos vivir si no comiéramos y bebiéramos (supongo que ambas actividades están incluidas en la frase). Pero dado que sobre el ser se puede predicar de distintas maneras, como ya Platón nos conduce a ver, el sentido de la frase no apunta únicamente a esa obviedad. Apunta, más bien, a la obviedad de los idolatras del cuerpo, quienes aceptan que lo mejor que puede hacer una persona es tener un cuerpo saludable y atractivo. ¿Para qué? Para que pueda causar atracción, sentir placer y satisfacer ese placer. Además, sin un cuerpo sano no se pueden vivir muchos años. Si no se viven muchos años, no se pueden experimentar constantes placeres. Pero comer alimentos saludables no nos vuelve buenas personas. Los asesinos pueden ser vegetarianos y balanceados. ¿Comer fibra, fruta, jugo de naranja, legumbres, verdura y un poco de carne nos hará progresar moralmente como humanidad? Por el contrario, tomar la frase “eres lo que comes” como un mandato de probidad nos puede conducir a tomar una falsa postura de superioridad moral, a denostar a quienes comen grasas en exceso y eso se refleja en su apariencia. ¿Queremos actuar bien o simplemente vernos bien?

Frases como “eres lo que comes” nos son disparadas con frecuencia y, pese a que parezcan ciertas, son falsas. Al menos nos dan una apariencia de lo que somos. Por eso pueden pasar como verdaderas. Eso quiere decir que aceptarlas con toda su radicalidad nos vuelven aparentemente felices. Sería preferible afirmar “eres lo que lees”.

Yaddir

Batología

Conviene escribir bato en vez de vato, en el sentido coloquial que nombra a una persona cualquiera o a alguien con afecto, como suele hacerse en Estados Unidos y en México (mayormente en el norte y cada vez más extendido por el resto del territorio). La forma con v es por mucho la más vista en la escritura cotidiana así como en la literatura chicana1, cosa que afianza su aspecto en la imaginación de los hablantes y puede generar resistencia a la forma con b. No hay ninguna base fonética para preferir la una a la otra, pues en español la pronunciación de ambas grafías es la misma2. Tampoco es muy confiable la etimología que ofrece Luis Urrea3, que deriva la palabra del uso de chivato que hacían los hispanos en Estados Unidos en los 50s. Popularizado por los Pachucos, esto es un insulto para nombrar a los delatores y también un epíteto de cariño rudo; pero más probable es que chivato así usado coexistiera con bato, palabra mucho más antigua que el epíteto del soplón, y que de ahí se asumiera una falsa relación por la que se asimiló su grafía. Algo similar parece haberle ocurrido a vaho, cuya forma baho desapareció por la cercanía aparente que tiene su significado con la palabra vapor. La segunda dificultad para aceptar esta escritura con b puede ser que la definición del DRAE, «hombre tonto, o rústico y de pocos alcances»4, parece desdeñosa o cuando menos condescendiente, mientras que el uso coloquial suele ser más bien impersonal y tibio (se usa de modo semejante a tipo y fulano, o a güey en el centro de México) o hasta afectivo. Esto no basta para admitir que bato sea una palabra distinta a la que nos ocupa. No son raros los casos de palabras que siendo algo ásperas terminan por perder la raspa por su uso juguetón y muy frecuente (como güey, de buey, que el DRAE sigue refiriendo únicamente como «persona tonta», o precisamente como supone Luis Urrea que sucedió con chivato). Una lectura del Diccionario de mexicanismos apunta a esta evolución de la palabra bato y confirma la conveniencia de escribirla con b, pues la presenta en sus cuatro acepciones como persona, como joven, como persona indeterminada, y finalmente como interlocutor afectivamente cercano5 (en ningún caso como alguien rústico o tonto).

La presencia de bato en el español es notoria históricamente para referir a aldeanos o campesinos6, pero la etimología de la palabra es discutida. En las últimas tres ediciones del DRAE se dice que su origen es incierto7. En la de 1925 se decía que venía del rey Bato I, fundador griego de Cirene en el 631 a. C., que era famosamente tartamudo, mientras que en la de 1884 se hablaba de la tartamudez en general en «alusión a la torpeza de los rústicos en la manera de expresarse» (en griego antiguo, tartamudo se decía báttos8). Corominas, sin embargo, piensa que tal es una etimología falsa surgida de una coincidencia casual. Él dice que probablemente venga de que el verbo batir nos dio batueco, que es como se llama al huevo huero por el ruido que hace al agitarlo. En España la palabra batueco ha sido usada como nombre para aldeanos y, como dice la definición actual de bato, gente rústica o de pocos alcances, con otras variaciones regionales (como baturro en Aragón, nombre del campesino), habiendo llegado hasta a ser aplicado «por antonomasia a los habitantes de Las Batuecas»9. Éste es un valle en España donde viven los batuecos, quienes son proverbialmente desconocedores de los ires y venires del resto del mundo10. Me imagino que el paso supuesto por esta etimología figura del huevo huero a la persona, en referencia metafórica a la oquedad de su cabeza y, seguramente, como ocurrió con bato, su madre batueco (según Corominas) ha tenido el mismo pulimento por el que empezando por ser despreciativo se vuelve apelativo jocoso. ¿Sería demasiado imaginar que una coincidencia hubiera dado pie al juego de palabras por el que a quien se tuviera por batueco se le dijera bato, recordando al renombrado tartamudo?

Hay otro famoso Bato que no he visto mencionado en ninguna etimología de esta palabra. Se trata del pastor anciano que atestiguó cómo Mercurio se robaba las reses de Apolo (quien tocando la zampoña más ocupado estaba de su amor que de su grey)11. Mercurio primero lo soborna con una vaca para que no diga nada, pero luego luego regresa disfrazado y pregunta por el ganado perdido prometiéndole un toro a cambio de su ayuda. Bato, que evidentemente es de pocas luces, no vacila en aceptar también el segundo regalo y delata el escondite. Mercurio se le revela entonces y lo convierte en piedra por su perfidia; en una piedra de toque específicamente. En latín «piedra de toque» y «delator» se decían igual: index. Así, este chivato termina dándole la mala fama de delatoras a todas las demás piedras de toque, que ninguna culpa tienen12. ¿Será que no es defecto del habla lo que acaece al bato, el tartamudeo, sino que en la parlería tiene un vicio del lenguaje? Nos excederíamos suponiendo que este cuento es en algún modo causa de la palabra bato en su uso en el español actual, lo que explicaría su falta de consideración en las etimologías, y no parece posible saber si se llamó Bato a este pastor por bato, o si por Bato es que son batos los pastores; pero elucubrando por puro gusto, es posible imaginar que el tartamudo rústico de cabeza hueca tal vez sea también chivato de cabeza dura, pues es la mayoría de la gente descuidada con la lengua, y que como ha ocurrido con tantos nombres con el tiempo fue puliéndose y gastándose como se gasta la piedra vieja, hasta que pierde todo filo de animosidad y no le queda sino la cercanía del semejante.


1 Quizá esta popularización tenga su causa en la pandilla «Vatos Locos» fundada en los 30s en la ciudad de Los Ángeles y cuyos grafitis siguen siendo parte del imaginario popular. En 1979 escribe Alejandro Marcos Morales, estadounidense de California que publica en inglés y español, y que figura entre los exponentes de la literatura chicana, en La verdad sin voz: «Chingao y yo porque me siento estúpido, que no soy inteligente, que no valgo nada, pero él sí no es estúpido, y es inteligente, y sí vale. Qué suerte tiene el vato». Ni el CREA ni el CORDE de la Real Academia Española registran otra aparición de vato además de ésta. (Las excepciones son un pueblo llamado Vato e, incidentalmente, un registro por error del Lunario sentimental de Leopoldo Lugones con la frase «vato ademán» ahí donde debería ser «vasto ademán»).

2 Como dice el Diccionario panhispánico de dudas: «No existe en español diferencia alguna en la pronunciación de las letras b y v. Las dos representan hoy el sonido bilabial sonoro /b/ (…) En resumen, la pronunciación correcta de la letra v en español es idéntica a la de la b, por lo que no existe oralmente ninguna diferencia en nuestro idioma entre palabras como baca y vaca, bello y vello, acerbo y acervo».

3 Luis Alberto Urrea y José Galvez, Vatos. Por supuesto, esto no es decir que no sea correcta su observación sobre el uso de la palabra. Es valiosa su sugerencia: los chicanos en Estados Unidos, hermanados por el racismo vertido hacia ellos, asimilaban insultos y nombres que eran desagradables para los «buenos mexicanos», inmunizándose así contra el desprecio.

4 «bato1» en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, ed. 23. Interesante sería averiguar si hay alguna relación con el caló bato que, según este diccionario, significa «padre»; aunque Corominas dice que ese uso en Andalucía, tomado del gitano («seguramente de origen eslavo»), es independiente (Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, volumen 1). Hay además una palabra judeoespañola bato que significaba una medida de líquido y el cántaro en el que se le sirve (Alfonso X, General Estoria, libro XXV, §11); y parece haber otra que refiere a alguna hondura de un cuerpo acuoso, probablemente relacionada con la anterior (Anónimo, Relaciones topográficas de Venezuela, 1815-1819, consultado en el CORDE), además del nombre de una pelota en el juego de los indígenas de algunas islas del mar de Antillas (Alemany y Bolufer, Diccionario de la lengua española, 1917).

5 «bato» en el Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua, 2010. Véase también que el Diccionario del español de México de El Colegio de México (consultado en línea en febrero del 2018) refiere a bato como «Hombre o muchacho».

6 Por ejemplos:

  • Diego Saiz San Martín, Súplica, por 1600: «que Vuestra Alteza mande que los corregidores y jueces que tuvieron los indios no puedan tratar ni contratar con ellos, so graves penas, porque por haber tratado con ellos están los naturales muy pobres y la tierra muy estrecha, por haberse los batos de la provincia convertídose entre los corregidores como cosa propia y ser muy en perjuicio de ellos», consultado en el CORDE (la traslación a la ortografía actual es mía).
  • Lope de Vega, Pastores de Belén, prosas y versos divinos, 1612, cuyo personaje idílico Bato es acompañado por otros como El Rústico, y dice: «Cantaba en esta selva un sabio histórico, | que a Dios agrada un simple ingenio tépido [¿tibio?] | más que las elocuencias del retórico».
  • Julián Zugasti y Sáenz, El bandolerismo. Estudio social y memorias históricas, 1876-1880, consultado en el CORDE: «Ya sabéis que en la carta se le decía al bato que el que tráese la respuesta había de ir por el camino marcado, subido en una burra… […] …en seguida se me cayeron los palos del sombrajo, cuando me dijo que los batos eran unos pobrecitos, y que era una locura pedirles doce mil duros».
  • Emiliano de Arriaga, Lexicón etimológico, naturalista y popular del Bilbaíno neto, 1896: «Bato se llamaba el aldeano ya maduro, que venía á la villa con el clásico y cónico sombrerote negro (…) á pesar de su rusticidad conocía bien á fondo la gramática parda».
  • Miguel de Unamuno, Recuerdos de niñez y de mocedad, 1908: «El aldeano –jebo o bato, que con estos dos nombres se le conocía en Bilbao entre nosotros…».

7 Curioso es que las ediciones de 1970 y 1984 del DRAE dijeron que bato venía de la voz onomatopéyica bat, del bostezo. ¿Por qué ocurrió este cambio? Después no se volvió a considerar esta etimología. Lo sugerente es que se insista en la expresión del que bosteza como si la del imbécil nos la recordara, y ésta (supone esta etimología) fuera la característica notable del bato. Contrastan el hablador rústico, parlero e insensato, con el silencioso boquiabierto que no entiende nada. Probablemente se haya tratado de un error de alguien que leyó la onomatopeya baf y la tomó por bat, en algún tratamiento de voces como vaho, baho, o bafo, que se suponen brotadas de este sonido que «expresa el soplo o aliento del vapor», dice Corominas (entrada «vaho»), y añade que «la onomatopeya BAF está en relación de apofonía vocálica con BUF», de donde siguen bufar, bofe y búho.

8 βάττος, según el lexicón de Liddell, Scott y Jones es el tartamudo o el zipizape (dicho de paso, el DRAE no registra «zipizape» como se le usa en México, como quien tiene problemas de ceceo, sino como una riña ruidosa). El nombre del rey de Cirene es ése también, Βάττος. El verbo de tartamudear es βατταρίζειν (battarízein), voz que Beekes sospecha onomatopéyica (Etymological Dictionary of the Greek). En el Teetetes de Platón, Sócrates dice que quienes están acostumbrados a enfrentar polémicas con erística quedan, a la vista de los hombres libres, como tartamudos ridículos cuando se les empuja a discutir con seriedad sobre la naturaleza de los temas que suelen rozar, como la realeza o la felicidad humana (175b-c). Desconozco si la primacía la tiene el tartamudo o el rey; es decir, si por llamarse Báttos el rey tartamudo se decía que quien hablaba como él era un báttos, o si por llamar báttos al tartamudo en general, se llamó Báttos a este rey que tartamudeaba, como un apodo (así como se le decía a Demóstenes «Βάτταλος (Báttalos)», otra forma de decir tartamudo). Dice Juniano Justino que el nombre original del rey Báttos era Aristeo (Historias filípicas, XIII, 7), lo que convendría a la segunda alternativa; pero Heródoto afirma que báttos era una palabra libia para rey, lo cual convendría más a la primera alternativa (IV, 155. En realidad, Heródoto no hace sino mantener esta ambigüedad, afirmando al mismo tiempo aquesto y que se cuenta que lo nombraron así por ser de débil y tartamudo discurso). Claro, es posible una tercera: que sea todo coincidencia, que rey se dijera tartamudo en el idioma de los libios, y que el rey llamado Tartamudo fuera, incidentalmente, tartamudo; pero aunque en este mundo es verosímil que pasen muchas cosas inverosímiles, lo dudo.

9 Joan Corominas, Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, volumen 1.

10 Véase Lope de Vega, Las Batuecas del Duque de Alba, de donde viene probablemente tal fama. Esta comedia se puede leer completa en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Se puede leer también esta relación en el diccionario etimológico en línea Etimologías de Chile.

11 Ovidio, Metamorfosis, libro II, vv. 676-707. Es mencionado como nombre del pastor en esta historia en el Diccionario nacional de la lengua española de Don Ramón Domínguez, y en el Diccionario enciclopédico de la lengua española de Gaspar y Roig, ambos de 1853. El primero indica que por extensión nombra al hablador.

12 Un maravillante recuerdo de esta historia, y de otros sufrimientos iguales o más terribles, está en una canción llamada Las maldiciones de Salaya: «…como el hecho por Oileo | rayo de fuego tifeo | te traspase tus entrañas, | siempre tengas tales mañas | como las de Polimnestor, | como Bato el mal pastor | seas convertido en canto, | Dios te dé tanto quebranto | como tuvo el rey Edipo, | Tideo como a Melanipo | comas cabezas de hombre, | robador tengas por nombre…»; está recogida en el CORDE y también, con algunas diferencias de ortografía y menores variaciones en el orden de las coplas, en el segundo volumen del Romancero general de Agustín Durán, coplada por Diego García (En otras partes se le encuentra mencionada con el muy colorido título Maldiciones de Salaya contra un criado suyo llamado Misancho sobre una capa que le hurtó). Bernardo Pérez de Chinchón, en su libro La lengua de erasmo nuevamente romançada por muy elegante estilo, de 1533, escribe sobre el lenguaje que «de ninguna cosa tienen los hombres menos cuidado que de la lengua, pues traemos en ella a lo uno y a lo otro: conviene a saber veneno mortal y medicina saludable», y sobre los vicios del lenguaje hace esta observación: «a los que no guardan secretos los llaman ‹cántaro horadado›, ‹harneros›, y al mismo vicio de la parlería ‹borrachera sin vino›, porque como el beodo no sabe con el calor del vino callar los secretos, así hay algunos beodos de este vicio de hablar, y que cuanto más hablan, más devanean. El evangelio reprehende también este vicio y llámase ‹Battología›, que quiere decir la parlería de Batto» (la traslación al español actual es mía). Después procede a contar el cuento de Ovidio referido aquí. También Ignacio de Luzán, en su Arte de hablar, piensa que hay una relación entre el Bato de Ovidio y «uno de los defectos más ordinarios en el vulgo, o por ignorancia o por falta de memoria», por el que se repite inútilmente muchas veces la misma cosa. «Este defecto se llama, con griego vocablo, tautología; o batología, por un cierto Bato», y luego procede a mostrarnos que incluso Ovidio es repetitivo en estos versos para producir el efecto del bato.

Un Taco de Lengua

Estaba harto de la literatura mediocre, de ver los mismos elfos atacar con flechas tan idénticas entre ellas como los granos de arroz. No lo iba a tolerar más, estaba cansado, hastiado y dispuesto a llevar su fantasía literaria a límites jamás antes vistos. Tomó, decidido, una pluma y un papel, letra tras letra comenzó a escribir la historia más fantástica nunca antes imaginada. Había por fin transformado a los elfos, les había torcido las entrañas de modo tal que parecían confitería de la fina. Tres años y cuatro meses después, cuando terminó el libro que reivindicaría la literatura fantástica; al leerlo, se dio cuenta que lo plasmado ahí, no era tal como él lo imaginaba.

La vida como grulla

La vida como grulla

 

I was down and out
He looked at me to be the eyes of age
As he spoke right out

 

Es una opinión extendida que la unidad del arte poético posibilita la reunión de la comedia y la tragedia en las grandes obras. Y siempre es una opinión debatible cuáles sean esas grandes obras, o bajo qué definición ha de juzgarse aquello en que puede reconocerse la pretendida reunión. Si se toman simplonamente, por ejemplo, las definiciones aristotélicas de tragedia y comedia, pronto podría decirse que en cada obra se confirma la reunión, o que cualquier cosa es literatura. Y en diciéndolo pierde plenamente su sentido aquello de donde nace la opinión extendida. ¿A fin de qué sostener la reunión de lo distinto cuando tan arduo empeño exige la precisión de la diferencia, la claridad de la definición?

         Rondo por estos asuntos en el intento de explicarme una novela reciente, su éxito relativo y su dificultad particular. Ando rondando en torno de Esperando a Mister Bojangles de Olivier Bourdeaut.

         La primera novela de Bourdeaut ha sido recibida por el público relativamente bien. Sin ser un fenómeno mediático, ha logrado agradar a un público amplio. Sin ser la nueva gran novela, ha gustado a la crítica. Y mucho más interesante, sin ser una lectura sencilla, ha sido leída con demasiada facilidad. Así, por ejemplo, la mayoría de las reseñas falla al captar la unidad de la obra, ciñéndose inexplicablemente a las primeras páginas. O bien, perfila desarticuladamente el carácter de los personajes, simplificándolos, estatizándolos. O, finalmente, reducen la novela a un calificativo tan ridículo como sospechoso; ni el surrealismo es mero absurdo, ni toda excentricidad es exagerada.

         La novela se divide en tres partes. La primera es la jocosa descripción de una familia, su génesis y sus costumbres. La segunda va más allá del círculo familiar: junto con los profesionales aparece el ámbito público, la vitalidad aparece excesiva frente al orden del Estado, la diferencia torna anomalía, la disidencia aparece como sintomática enfermedad. Hacia la tercera parte el hogar es ya imposible, la vitalidad pasado y la soledad futuro. Las risas de la primera parte contrastan con la resignación y el desconcierto de la tercera. La comedia privada termina en tragedia interna cuando el Estado pone orden, cuando los profesionales determinan la moral pública. Tan sólo por la visión general de sus partes, Esperando a Mister Bojangles es una novela política.

         El título de la novela evoca una canción popular que encuentra su expresión más bella en la interpretación de Nina Simone. El personaje que baila en la canción es la visita esperada en los festivos bailes de los personajes de la novela. Mientras el baile y la música iluminan una celda de prisión en la versión original, aquí la vida ―ya luminosa por sí misma― quisiera no perder la luz ―preservar el constante amanecer― mientras se baila. La música del entrañable anciano de Mr. Bojangles añora el mundo externo. La música que espera la llegada del anciano en Esperando a Mister Bojangles quisiera conservar el mundo interno. La vieja canción nos conmueve porque nos da esperanza de un futuro promisorio. La nueva novela nos perturba porque anuncia que la alegría en que brota la esperanza siempre está al acecho de la destrucción. Olivier Bourdeaut alerta sobre la tristeza que nos inundará cuando sigamos esperando al viejo Bojangles en una nueva celda: la moral.

         No se trata de que Esperando a Mister Bojangles sea una novela inmoral, o un gajo romántico-revolucionario desprendido desde alguna trinchera. Sino que muestra que la vitalidad se agota cuando es imposible mentir. O para decirlo mejor: la alegría suspira cuando es imposible mentir bien. O para decirlo más correctamente: la vida pierde su sentido cuando la mentira sólo es un asunto moral. “Cuando la realidad sea aburrida y triste” ―se aconseja en la novela― “invéntese usted una buena historia y cuéntemela. Con lo bien que miente sería una pena no aprovecharlo”. Mas cuando sólo reina la moral, toda mentira es triste, la literatura vana y la tragedia clara. Viviremos una comedia mala.

 

Námaste Heptákis

Escenas del terruño. El lunes siguiente se cumplen 41 meses de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. No hay novedades en la investigación del caso. ¿Las habrá antes de la elección?

Coletilla. En una síntesis perfecta de nuestros tiempos, Jorge F. Hernández señala el hartazgo provocado por el ruido de la política y avizora la necesidad de buscar un horizonte lejano en que sea posible reconocer nuevamente lo importante.

La evidencia elusiva

La evidencia elusiva

Estamos, como humanos, en constante asimilación de nuestros más recónditos deseos. Esa materia conforma y a veces se esfuma en la hermenéutica cotidiana, eso que hacemos cuando dejamos pasar el silencio sobre lo que nos interesa, o cuando hacemos pregunta a modo, cuando alcanzamos incluso a jugar con el otro bajo términos comunes. No todo lo deseado es conocido en el mismo grado por nosotros. Es decir, aunque reconozcamos el deseo en nosotros y en los demás, lo que nos lo dice está lejos de ser una prueba fehaciente: por eso la ciencia positiva renuncia a la posibilidad de comprender una axiología, para conformarse con lo que dibuja en su propio campo, que es el cuerpo mismo como residencia de todo posible fenómeno motriz. No siempre sabemos exactamente lo que mueve a otros, a pesar de reconocer fines evidentes, y sería bueno desconfiar de que tengamos clarividencia con respecto a nosotros. El deseo es escurridizo pero no por ello menos presente. Difícil sería aceptar que no sabemos del deseo; pero es igual de difícil es explicar por qué esa evidencia se acompaña de tantos matices e incógnitas que se nos escapan, haciéndonos incapaces de pensar la acción con detenimiento.

El deseo de fama dice, como otros deseos, algo sobre aquel en quien reside. Pero este sería imposible si la fama no requiriera del deseo de otros. La visibilidad tiene que gozarse, al grado de la ceguera fanática; la adulación y el escarnio son consecuencias de esa ilusión simpática, reflejo de una confianza inexistente. Hay quien goza las miradas retadoras, los murmullos porque posibilitan la afirmación de la valía propia en la ignorancia fingida. Eso, se dice, es señal de que uno es auténtico. ¿Nuestros deseos son el terreno de esa buscada autenticidad, o más bien ella se subordina a una elección bajo la cual se orienta la voluntad en cada deliberación apurada? Cuando buscamos ser libres, repetimos la doctrina de la acción que hemos recibido. Decimos estar seguros de que nuestra libertad reside en tener las cosas a la disposición de nuestro juicio, sin ninguna restricción, al tiempo que deseamos creer que nuestras elecciones se justifican por el mal menor, la dignidad, lo necesario, urgente y apremiante. Todos esos términos envuelven el juicio que hacemos de nuestras situaciones, y ninguno muestra por sí mismo en dónde residen nuestros errores prácticos. La manera más común de abordar la posibilidad del error en ese sentido descansa en nuestra idea de practicidad: lo humano está sometido a la circunstancia, y sólo el producto circunstancial dirá si el juicio estaba errado al producir infelicidad, dolor ajeno o ineficiencia personal. El deseo mismo nunca es cuestionado, porque no deseamos ser irresolutos, al parecer. Lo más práctico, entendido como lo efectivo, oscurece el Bien y el deseo al mismo tiempo.

Quizá nada muestre este problema como el amor. Es opinión vieja, enseñaba Platón, que del amor pueda afirmarse una anormalidad a veces indeseable para quien crea mejor un estado de control sobre la relación, sin expectativa imaginaria, sin sospecha de inmoralidad; también es cierto que para oponernos a esa constante recurrimos a nuestras propias ideas sobre el asunto, ya sea aquella que interpreta la naturalidad de la pasión (opuesta a la razón moderna), o las arriba mencionadas. En él se presenta con drama habitual una inquietud deseable. Lo efímero de una sonrisa se responde en un suspiro; la lejanía se muestra como la herida que el Aristófanes platónico dejó en el mito sobre nuestro ser a medias. ¿No sabemos nada de lo bueno estando enamorados, o el amor es la evidencia más grande para apuntar a ello, al tiempo que es el reto y misterio más fuerte? En el amor no deseamos la presencia del otro; no amamos a nuestros amigos de igual modo. No deseamos siquiera el acuerdo de nuestras opiniones. El amado es misterio porque su visibilidad es para nuestra alma una conjunción de impaciencia y espera, de ignorancia y saber, de placidez y, a veces, de dolor. En nuestra humanidad, reconocemos nuestra tendencia mutua, no nuestra libertad radical. Podemos amar sin necesidad de ser sabios, pero no ser sabios sin amar. La sabiduría de nuestros propios deseos no se alcanza con el mero reconocimiento de lo que se da en todos, y por eso es que el amor sobrevive en la ignorancia, pero también es así que voltea nuestro rostro hacia la claridad.

 

Tacitus

Momazos

Dice mucho del hombre acerca de lo que ríe. No es una vivencia muy clara, pero sí definitoria. Algunos afirman que, por ejemplo, su inteligencia se mide con lo que se ríe. Cierta comedia se subestima por ser muy burda, por reírse de cosas muy simples. Es decir, teatralidad simplona. Otros desprecian cierta comedia por ser muy elaborada; bromas rebuscadas entre cultivados con sonrisa compungida. Lo que sí es común es la ridiculez que implica. Cierta inferioridad criticable despierta la comicidad. Lo digno de risa nos mueve al reconocer su imperfección. En el pastel que cae en el rostro, nos reímos de la torpeza de los muchachos. La señora amante de los viajes que defiende a ultranza la vida interior, es chistosa por la ironía implícita. Los desperfectos, la discordancia, juguetean con nuestro juicio.

Entre la amplia variedad de objeto risibles, encontramos los momos. Más que ser variación del meme, es su develación descarnada. Hereda su reproducción incesante; su repetición monótona. El meme busca ganarse el like del usuario al estimularle una risilla efímera. El entretenimiento por el entretenimiento mismo. El momo se arrastra por él. Es la farsa engulléndose a sí misma. Con el fin de divertirse, el político descubierto en infidelidad pasa como el adolescente travieso que siempre fuimos (o seguimos siendo). El lisiado es el infeliz que no tuvo la fortuna de nosotros. El héroe trae los calzones de fuera o es un anciano imbécil. El Holocausto es lo mismo que un horno de pizzería funcionando. La lucha entre el bien y el mal es una persecución tragicómica. La afrenta fársica atropella todo, machaca incluso su propio nombre: el meme se trastorna en momazo. Da igual si eres angloparlante o hispanoamericano; when lo leas, lo zbras.

Esta singularidad de burlarse de todo pasa como inocuo. El instante inofensivo. Sin embargo habituarse a ello, quizás, introduzca subrepticiamente un cinismo corrosivo. Los aficionados de los momazos se enfrascan tanto en ellos, de turbio en turbio, de claro en claro, que el cerebro termina por secarse. Nada les importa; todo es motivo de escarnio. Prueba de ello la tenemos en la famosa legión Holk, jóvenes que ingieren y producen momos. No ven diferencia entre invadir páginas de internet, dinamitarlas con visitas, que intercambiarse fotos de jovencitas desnudas o destruir la reputación de alguien. Todo está permitido, todo es una broma divertidísima. Sería injusto acusarlos de inmorales. El amante del momazo se reconoce cínicamente como amoral. No es la sabiduría jovial del cristiano, ni la sabiduría irónica de Sócrates, ni la sabiduría trágica del nihilista; es la estupidez e indiferencia del burgués.