Visibilidad del acto

Visibilidad del acto

El sentido de la palabra acción parece aclararse lo suficiente al indicar la presencia de la voluntad en los movimientos producidos por ella. La distinción parece suficiente bajo la idea de que la voluntad es un fenómeno evidente, accesible de primera mano, sin aparentes intermediarios. La acción, tal y como la pensamos cotidianamente, es aquello que podemos señalar como pertenencia de la libertad de elección, de perspectiva, de deseos. No obstante, ¿es el acto un resultado, un proceso, o algo inmediato? ¿Qué pasa al notar que la comprensión de nuestro voluntad puede obstruirse si no pensamos más que en la adversidad o las pasiones como la oscuridad que puede a veces rodearla? Responder esto acaso sea más difícil al pensar en nuestras posibilidades reales, que a veces no conocemos, por reducir la palabra posibilidad a lo deseado, que no siempre son lo mismo. Las preguntas u observaciones que nos hacemos sobre lo que hicimos y dijimos, sean demasiado incisivas o relajadas, muestran que la existencia de lo voluntario no aclara por sí mismo la experiencia misma de la satisfacción, pues no hay tal cosa si no obtenemos algo que concebíamos en un principio como bueno, aunque sea para nosotros mismos. Es decir, la elección de eludir el significado de lo bueno no asegura que de hecho no haya algo bueno, así como decir que hicimos lo correcto no garantiza que lo hayamos hecho. Hay quien se siente bien con falsas ilusiones.

Al afirmar que sólo yo puede saber lo que es bueno para mí, generalmente aceptamos también que la enseñanza práctica depende de la experiencia, siendo ésta fundamentalmente una acumulación de vivencias. Interpretamos la existencia de la prudencia en el alma adulta a partir del recorrido de la vida. No obstante, si bien es cierto que no hay buen juicio sin experiencia a guiar, también es cierto que incluso podemos ser experimentados en el vicio: hay quienes escogen mejores medios (en tanto que eficaces) para fines que no están dispuestos a discutir. ¿Qué hace más experimentado el juicio adulto, y más audaz o descuidado el de un joven? ¿Podría ser la madurez de la voluntad? ¿Qué pasa si pensamos que incluso el conocimiento de los medios proviene del que poseemos de los fines mismos? En otras palabras, si no sabemos de los fines, la posibilidad de hablar pertinentemente de acciones distinguibles no tiene caso, pues tendríamos que renunciar en última instancia a explicar la posibilidad de la elección, bajo la cual se abren las posibilidades. Cuando sentimos las posibilidades subordinadas a la capacidad de desear, perdemos de vista lo importante: las posibilidades se abren de acuerdo a la situación, no sólo por lo que deseo. El deseo puede malograr lo que se ofrecía como posible si desconoce lo que ha de desearse en cierto momento. Así, para unos el momento de ser justo se ofrece como la oportunidad de ser elogiado.

¿Puede entonces reconocerse tal cosa a desear, con independencia de nuestro criterio? Puede serlo sólo si aceptamos que no poseemos con frecuencia, con regularidad, lo que es bueno para nosotros. Eso quiere decir que afrontamos la vida de la manera más impráctica, porque lo “práctico” nos es tremendamente desconocido a pesar de estar en constante ensayo de nuestras apetencias. No es que nos la pasemos pensando más que actuando, sino que ni siquiera sabemos ya el lugar que “pensar” tiene en nuestra orientación a lo práctico, pues, por ver esa orientación en todo hombre, argüimos que todos pueden realizar aquello a lo tienden de la manera en que les plazca, pues argumentar lo contrario nos convierte, decimos, en tiranos. Toda referencia a la manera en que hay que vivir proviene, para nosotros, de ese constructo llamado cultura, en la cual nos desarrollamos sin saber bien la razón de ello. Lo más que pide la conciencia moderna es el reconocimiento ilustrado de la diversidad.

Puede decirse que el ámbito científico es inmune a los argumentos en torno a lo práctico, pero eso no deja en claro el alcance que la relación entre teoría y práctica ha tenido para el hombre moderno. Es decir, no podemos huir de la pregunta por lo práctico arguyendo que el alcance científico habrá de allanar ese panorama para nosotros. Los hombres de ciencia están sujetos al ámbito de la práctica como el lego lo está. La respuesta a ¿qué deseo?, parece responderse aclarando el objeto que perseguimos, pero eso sería falsear nuestra experiencia de nuevo: lo que perseguimos no está en cada satisfacción, sino en lo que permite la satisfacción misma. El placer por saber no es necesariamente filantrópico, lo cual no quiere decir que se produzca por lo opuesto a la filantropía, pues lo deseado en este caso es el saber, no los seres semejantes a nosotros. ¿Hay deseos que orienten a una mayoría, o sólo existe un artefacto que posibilita que subsistan juntos los deseos de cada hombre? Más allá de si el egoísmo es o no natural, vale preguntarse si desear algo para mí implica sólo el reino personal, cuando sabemos que más de una vez somos triviales en lo común, en la invaluable rareza de nuestro ser que se orienta a algo visible en otros. No podríamos ser únicos si no hay género –en un individuo está el género-. Esto no quiere decir que seamos entes bondadosos por naturaleza, sino que, como lo muestra la envidia natural (en tanto que propia del hombre) miramos al otro a la luz de lo que deseamos de él. El reino de los deseos se esconde velado por nuestras interpretaciones de lo que somos y seremos. Pero eso es más un acicate hacia la verdad, que un pretexto para renunciar a ella.

 

Tacitus

8-M

Autores como Chesterton nos recuerdan la vitalidad de lo ceremonioso en la vida del hombre. Haciendo más divertido de lo que es, el inglés afirma que Comte hubiera penetrado más en el imaginario popular por sus ritos. Prender una vela a Darwin influiría más que una crítica milimétrica a la metafísica tenebrosa. Nuestros días cotidianos están empapados de ceremonia, a veces más de lo que quisiéramos (los días de asueto disfrazan su recurrencia por la comodidad). Un pequeño chocolatito, suspender el trabajo, o reunir lejanamente a los familiares cercanos son pequeñas ofrendas a los eventos especiales. Sean más importantes que otros, cívicos o personales, religiosos o tradicionales, las ceremonias resaltan en nuestros calendarios.

El 8 de marzo está asignado a la mujer. Avanzan en las calles contingentes púrpuras, integrantes de Pussy Riot, cánticos feministas, cartulinas con exigencias resabidas, clamores jubilosos. Las revistas culturales abren espacios para escribir sobre el papel de la mujer en la sociedad; los periódicos, para lamentarse los pocos avances en la materia. Los noticieros invitan a especialistas e intelectuales para defender la figura femenina y reivindicar la conmemoración. Una fracción (mayoría o minoría) alega  que demasiada conmemoración termina por banalizarla. Dar un abrazo, traer flores a casa, invitarla a cenar son cortesías que disuelven el significado real del 8-M. Las atenciones reabren las heridas de la desigualdad.

Pretendiendo ser novedoso y crítico, las tradiciones más cursis o más tradicionales se tornan nimias para el joven contemporáneo. Dichas atenciones, de ser sinceras, resultan innecesarias. Fútiles, sin cabida en nuestra vida. Son tan abismales que terminan por absorber lo importante: la represión a las mujeres neoyorkinas o los comités socialistas. Es cierto, numerosas cortesías nacen de la urbanidad e hipocresía. Las encubren perfectamente. La iluminación forzada apaga el esplendor de la virtud. Sin embargo no todas son así. Un abrazo puede ser ruin y un vehículo para que las manos transgredan las cinturas, pero no todos los abrazos son así. En ocasiones los detalles cursis, no prueban nada, nacen de un amor irracional y noble. No son recordatorios de posición inferior; son ofrendas a lo bellamente superior.

Las ceremonias irrumpen en la cotidianidad. Una misa, con toda su majestuosidad, es una reunión de feligreses. Quizás el hombre de corbata no abandona a Dios de su corazón, pero su única oportunidad de hablar con su correligionario es el domingo por la mañana. Su corazón que lidia, por un día a la semana, puede bajar la guardia y gozar plenamente. La ceremonia rompe sus días para alentar lo esencial. Muchos hijos ingratos cumplen su requisito de llevar a sus madres a desayunar. Pero otros más el 10 de mayo refrendan el amor que le tienen, pagándole un viaje u ofreciendo una sonrisa. Se les puede culpar de mal gusto, pero no de falta de sinceridad. Lo seguro es que casi nadie piensa que el día fue una estrategia publicitaria-ideológica para humillar a la mujer o destacarla únicamente por efectuar los partos. Lo ceremonioso puede ser subversivo. Para enmendarse, la injusticia requiere de eso. Leí que es de tarados afirmar que el 8 de marzo es la navidad de las mujeres, y es cierto: la Navidad es más universal que una rememoración estoica.