El navegante

Había una vez un navegante, llamado Agustín, seguro de su nave y de conquistar al mar, zarpó de su casa para riquezas buscar, dejando en su hogar a una llorosa madre, que le rogaba para que por riquezas no se perdiera en el anchuroso océano.

Agustín no hizo caso y partió con premura, más no contaba con que su terquedad lo perdería y en medio de miles de tormentas lo sumergiría, la nave hasta eso mil golpes soportó, pero un aciago día ésta se partió, y dejó a su suerte a fiero navengante, que sólo se sentía entre la luz y la oscuridad que entre los relámpagos y la lluvia se producía.

El navegante extraviado y lloroso, por todas partes buscaba, veía y no veía algún islote o sitio que de su mala fortuna lo salvara, sin embargo, entre los restos de su nave un madero flotaba, y Agustín al leño muy pronto se aferraba.

Miraba desconsolado a las aguas que lo rodeaban y buscaba alivio para los dolores que lo embargaban. Se quedó dormido y el madero al desconsolado Agustín a tierras amigas llevaba, donde un pescador que se llamaba Ambrosio con sus redes de las aguas lo sacaba.

Ambrosio en su sencillez de Agustín cuidaba, y con sus tiernos cuidados verdaderas riquezas le entregaba. Pasó el tiempo y Agustín notó que cerca de su ciudad natal, se encontraba, y entendió que en la vida no todo se limita a bondades o maldades mal juzgadas, y que la misericordia es mejor cuando de encontrar la salvación se trata.

Desde Hipona y hasta Cristo San Agustín navegaba, y con su senda y claroscuros a muchas almas el camino a la santidad señala, el patriarca de la Iglesia reconoció en Cristo al camino verdadero que muestra que la santidad no es un fácil sendero, aunque sí está lleno de esperanza como la que siente un naufrago al abrazarse a un madero.

Maigo.

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