Finitud en sombras
La palabra bueno es comúnmente incómoda, sospechosa de frivolidad, de radicalidad o de moralismo vano. La incomodidad que produce en nosotros se lleva también nuestros argumentos cotidianos. No es nueva la característica humana de resistirse a los juicios ajenos. Lo bueno parece apelar a un consenso invisible, a la existencia siempre personal de un discernimiento local desde la experiencia práctica de cada quien. Nos incomoda la palabra bueno, y ponemos pretextos para no usarla. Nos convertimos en pragmáticos, siendo esta la característica primigenia del ilustrado, pero eso conlleva ser poco prácticos, en otro sentido de la palabra. No nos gusta la palabra bueno porque es, en apariencia, siempre elusiva, porque parece un vocablo trasnochado, una invitación a la lección que no deseamos tomar. Pero la incomodidad no nos libra de la falsedad: Sócrates probaba el tesón de un alma de acuerdo a la capacidad de avergonzarse, enfurecerse, silenciarse o deslumbrarse ante lo que parece incómodo, exigente, embrollado, misterioso y diáfano en la ironía. Nos desagrada la palabra bueno, pero, a fin de cuentas, no es una palabra que atienda al gusto, sino al discernimiento de lo real. Usar la palabra bueno no nos hace buenos, y evitarla no nos hace más reflexivos ni sabios.
¿Será cierto que quien cuestiona algo sobre lo bueno, acto en el cual debe incluir el cuestionamiento a sí mismo si es serio, corre un peligro mortal por la evidente razón de que cualquier pregunta al respecto implica la duda de lo que mantiene a los demás felices? ¿Qué diferencia habrá entre el socrático y el ilustrado? Si transgredir la costumbre es posible, eso no explica la razón por la que tenga que ser deseable en general. Aunque la herencia de Sócrates es tremenda, eso no significa que su lección principal se muestre prácticamente en la transformación progresiva del hombre a partir del socratismo como hecho histórico. Quien quiera todavía aprender la pertinencia filosófica de la pregunta por lo bueno no puede caer en el error de pensar que el espíritu ilustrado es el camino en la capacidad de ser hombres universales, meta muy distinta a la práctica mortal socrática. El espíritu ilustrado me dice que las fronteras son impedimentos naturales que hay que modificar racionalmente, la razón socrática piensa la relevancia de lo bueno con independencia de la consciencia histórica, lo que hace posible hablar de la salida de la caverna en tanto conformada por las sombras siempre recurrentes, aunque cambiantes en su persistencia, de las opiniones, juicios, recuerdos, costumbres. Los placeres de la verdad requieren del vigor sentido sobre los errores, que nos parecen las visiones mismas del mundo. Pensar no es una costumbre. En la modernidad, Eros se diluye junto a la posibilidad de hablar del ethos como tal, al tiempo que la teoría se coordina con la práxis, cuya base común es la actividad de la razón. La vida y la voluntad son parte de una antinomia que marca el límite del acceso al alma. Lo bueno y lo malo son abstracciones imaginativas de la teleología y del desconocimiento práctico del hombre.
Parece difícil relacionar nuestra incomodidad cotidiana con este panorama tan estrecho. ¿Qué puede importar la posibilidad del ejercicio socrático ahora? ¿En qué medida Sócrates no es un personaje, un pensador en la sucesión de las ideas? Al igual que él, la mayoría confía mucho en sus palabras dirigidas a la memoria del interlocutor. En contraposición radical a él, no estamos dispuestos del todo ni mucho menos en la misma medida, a que esa confianza sea también rigor amoroso sobre nuestros pensamientos y explicaciones. ¿No el mundo avanza sin necesidad de ese rigor? Cada elección, cada temor sobre el futuro acaece sin que sepamos a ciencia cierta lo que podíamos o debíamos hacer. Incluso la consciencia histórica parece una abstracción ante la experiencia cotidiana que se realiza en mi conocimiento de las personas y las situaciones que vivimos. Pero también es cierto que en el símil socrático la miseria de la caverna es imperceptible desde dentro. No nos deshacemos de esa condición porque esa es una descripción del estado del alma ante la verdad. Para saber el estado en que nos hallamos, no obstante, habría que comenzar incluso a recorrer los recovecos y amplitudes de las sombras que nos rodean. Si no intentamos explicarnos, no explicamos al otro. En esa persistencia rozamos la mano posible de un contacto, de una emocionante vibración luminosa, de un halo de polvo visible ante la confusión de nuestro pensamiento. Nos incomoda la palabra bueno porque nos recuerda que el acto de elegir siempre nos muestra desnudos, ignorantes frente a la experiencia de ser incluso espectadores de nuestras inclinaciones y deseos. A veces pensamos que elegir va de la mano con el aprendizaje práctico, cuando no vemos que el conocimiento de lo bueno es una invitación a la persistencia ya descrita.
Tacitus